Ayer concluyó en Lima, Perú, la VIII Cumbre de las Américas. Periódicamente, las cumbres reúnen a los jefes de Estado y de gobierno de los países del hemisferio para debatir sobre temas de interés compartido. Durante las siete cumbres anteriores, sin duda, se abordaron temas relevantes para la región, pero ninguno tan espinoso y crítico como el de ésta: La corrupción.
Apenas el mes pasado, el expresidente del país sede, Pedro Pablo Kuczynski, se vio forzado a dimitir al ser expuesta a través de un video la compra de votos para impedir que fuera sometido a juicio político, bajo acusaciones de haber recibido dinero de Odebrecht, la constructora brasileña cabeza de una red de corrupción política en varios países de la región. Como Kuczynski, todos los expresidentes peruanos están presos, perseguidos o investigados.
Brasil y el mundo atestiguaron hace unos días el encarcelamiento de quien otrora fuera uno de los más destacados líderes de la izquierda latinoamericana, el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, también acusado de corrupción. El escándalo de Odebrecht llegó también a Venezuela, alcanzando a Nicolás Maduro tras entregar cientos de millones a la constructora y recibir al menos 43 para las campañas presidenciales.
En México, si bien no se ha enjuiciado a ningún expresidente de la República, es al menos una decena de gobernadores los que en años recientes han sido investigados o están presos. La corrupción, claramente, es quizá el problema estructural más grave de nuestra región, es un claro obstáculo para el desarrollo y el habilitador de otros problemas como la creciente decepción de las instituciones democráticas, la violencia y la inseguridad, por mencionar sólo algunos.
De ahí que la decisión de los países de la Américas de abordar este problema sea del todo oportuna. Cabe destacar que desde hace 13 años no se había adoptado por unanimidad una declaración y que ésta, que lleva por nombre Gobernabilidad democrática frente a la corrupción, va más allá de los pronunciamientos generales a las acciones específicas y considera tanto el fortalecimiento de los actuales mecanismos de seguimiento a la implementación de los instrumentos internacionales vigentes como la creación de nuevos mecanismos de reporte de cumplimiento de los compromisos que establece la declaración.
De los 57 puntos del también llamado Compromiso de Lima, quiero destacar los que para el caso de México me parecen más urgentes de atender. En primer lugar, el compromiso sobre fortalecer la autonomía e independencia judicial es un tema, sin duda, pendiente, sobre todo a nivel local. Luego está el punto que busca promover la adopción de medidas que prevengan conflictos de interés, así como la presentación por parte de servidores públicos de declaraciones patrimoniales y de información financiera, que ha sido previsto en la recientemente aprobada reforma anticorrupción, pero el formato que establecerá la información que los servidores públicos deben declarar está aún pendiente de ser definido y será clave.
Otros puntos importantes son consolidar la autonomía e independencia de los órganos de control superior; fortalecer los órganos de transparencia y acceso a la información pública, también a nivel local, y la mejor regulación de las compras públicas.
En el compromiso que establece la adopción de medidas eficaces de transparencia, rendición de cuentas y fiscalización de los ingresos y gastos de los partidos políticos y de las campañas electorales aún tenemos mucho por hacer.
El Compromiso de Lima es una buena hoja de ruta, pero sólo podremos celebrar cuando los compromisos adoptados ayer sean cumplidos y el cáncer de la corrupción sea, efectivamente, combatido en la región.
Fuente: Laura Rojas – Excelsior