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Como escritor, los jardines me parecen fundamentales para el proceso creativo; como médico, llevo a mis pacientes a visitar jardines siempre que me es posible. Todos hemos tenido la experiencia de pasear por un jardín exuberante o un desierto atemporal, de caminar a la orilla de un río o un océano, o de escalar una montaña y descubrir que nos hemos relajado y revitalizado a la vez, que tenemos la mente enfocada y el cuerpo y el espíritu renovados. La importancia de estos estados fisiológicos en la salud individual y comunitaria es fundamental y tiene un gran alcance. En cuarenta años de practicar la medicina, he descubierto que solo dos tipos de “terapia” no farmacéutica tienen una relevancia esencial para los pacientes con enfermedades neurológicas crónicas: la música y los jardines.
Conocí la maravilla de los jardines a una edad muy temprana, antes de la guerra, cuando mi madre o mi tía Len me llevaban al gran jardín botánico de Kew. En nuestro jardín teníamos helechos comunes, pero no de los dorados o plateados, los acuáticos, los reviviscentes o los arbóreos que vi por primera vez en Kew. Fue ahí donde conocí la gigantesca hoja del gran lirio acuático del Amazonas, la Victoria regia, y al igual que muchos niños de mi época, me sentaron sobre una de estas hojas gigantes cuando era bebé.
Cuando estaba estudiando en Oxford, descubrí con placer un jardín muy diferente: el Jardín Botánico de Oxford, uno de los primeros jardines amurallados que se hicieron en Europa. Me dio gusto pensar que Boyle, Hooke, Willis y otros personajes de la ciudad podrían haber caminado y meditado en ese lugar en el siglo XVII.
Adonde quiera que viajo, intento visitar los jardines botánicos, pues me parecen reflejos de su época y su cultura, como museos vivos o bibliotecas de plantas. Esto fue algo que constaté en el hermoso Hortus Botanicus del siglo XVII de Ámsterdam, contemporáneo de su vecina, la gran sinagoga portuguesa, y me gustaba imaginar cómo Spinoza habría disfrutado del primero después de haber sido excomulgado de la segunda… ¿Acaso su visión de Deus sive Natura (“Dios o la naturaleza”) estuvo inspirada de alguna manera por el Hortus?
El Jardín Botánico de Padua es aún más antiguo, pues se remonta hasta la década de 1540 y tiene un diseño medieval. Aquí, los europeos pudieron ver por primera vez plantas de las Américas y el Oriente, con formas más extrañas que cualquier cosa que hubieran visto o soñado. También fue aquí donde Goethe concibió su teoría de la metamorfosis de las plantas mientras observaba una palmera.
Cuando viajo con compañeros nadadores y buzos a las Islas Caimán, Curazao, Cuba o cualquier otro lugar, busco jardines botánicos, contrapartes de los exquisitos jardines subacuáticos que admiro al nadar con esnórquel o bucear sobre ellos.
He vivido en Nueva York cincuenta años y, en ocasiones, solo soporto vivir ahí gracias a sus jardines. A mis pacientes les pasa lo mismo. Cuando trabajé en el Beth Abraham, un hospital ubicado justo enfrente del Jardín Botánico de Nueva York, descubrí que no había nada, ni por asomo, que los pacientes que llevaban mucho tiempo internados adoraran más que una visita al jardín: hablaban del hospital y del jardín como de dos mundos diferentes.
No puedo decir exactamente cómo es que la naturaleza ejerce ese efecto calmante y organizador en nuestro cerebro, pero he visto en mis pacientes los poderes restauradores y sanadores de la naturaleza y los jardines, incluso en aquellos con trastornos neurológicos discapacitantes. En muchos casos, los jardines y la naturaleza son más poderosos que cualquier medicamento.
Mi amigo Lowell padece un grado moderadamente severo del síndrome de Tourette. En su entorno habitual, ajetreado y citadino, presenta cientos de tics e impulsos verbales a diario: gruñidos, saltos, toqueteo compulsivo de objetos. Por lo tanto, un día me sorprendió que, mientras paseábamos por un desierto, noté que sus tics habían desaparecido por completo. La lejanía y el vacío del paisaje, combinados con un indescriptible efecto calmante de la naturaleza, sirvieron para apaciguar sus tics, para “normalizar” su estado neurológico, al menos durante un tiempo.
Una mujer mayor con la enfermedad de Parkinson, a quien conocí en Guam, a menudo se quedaba congelada, incapaz de moverse, un problema común en aquellos que padecen esa enfermedad. No obstante, cuando la llevábamos al jardín, donde las plantas y las rocas ofrecían un paisaje variado, ella se sentía motivada y lograba escalar rocas y descender de ellas con rapidez y sin ayuda.
Tengo varios pacientes con demencia senil avanzada o que padecen la enfermedad de Alzheimer, por lo que tienen un sentido muy reducido de la orientación con respecto a su entorno. Han olvidado o no recuerdan cómo atarse los zapatos o cómo usar los instrumentos de cocina, pero si los pones enfrente de un parterre con algunas plántulas sabrán exactamente qué hacer… Jamás he visto a un paciente plantar algo al revés.
Con frecuencia mis pacientes viven en casas de reposo o en instituciones de cuidados crónicos, así que el entorno físico de estos lugares es trascendental para fomentar su bienestar. Algunas de estas instituciones han utilizado activamente el diseño y la gestión de sus espacios abiertos para mejorar la salud de sus pacientes. Por ejemplo, en el hospital Beth Abraham, en el Bronx, fue donde vi a los pacientes con parkinsonismo postencefalítico grave acerca de quienes escribí en Despertares. En la década de 1960, era un pabellón rodeado de grandes jardines. Cuando creció hasta convertirse en una institución de quinientas camas, se tragó la mayoría de los jardines, pero conservó un patio central lleno de plantas en macetas que siguen siendo fundamentales para los pacientes. También hay jardineras elevadas para que los pacientes ciegos puedan tocar y oler las plantas y que los pacientes en silla de ruedas puedan tener un contacto directo con ellas.
Es evidente que la naturaleza despierta algo muy profundo en nuestro interior. La biofilia, el amor por la naturaleza y los seres vivos, es parte esencial de la condición humana. La hortofilia, el deseo de interactuar, manipular y cuidar a la naturaleza, también está arraigada en nosotros. El papel que juega la naturaleza en la salud y la sanación se vuelve más relevante para quienes trabajan largas horas en oficinas sin ventanas, para niños que asisten a escuelas citadinas o para quienes viven en entornos institucionales como los asilos. Los efectos de las cualidades de la naturaleza en la salud no son espirituales y emocionales solamente, sino también físicos y neurológicos. No me queda duda de que reflejan cambios profundos en la fisiología del cerebro y, quizá, incluso en su estructura.