Vida de Santa Áurea de San Millán
Santa Áurea (Orea u Oria) nació en la localidad riojana de Villavelayo, invadida por los moros, hija de Santa Amunia. Fue su maestro y padre espiritual Don Munio, que escribió su vida en latín, y luego tradujo en sonoros versos alejandrinos Gonzalo de Berceo. Una vida digna de crédito, pues, según el poeta, ni por un rico condado hubiera consentido mentir: En todo cuanto dijo, dijo toda verdad.
El mismo nombre de Áurea (Dorada) era ya todo un presagio de rica calidad: «Como era preciosa, más que oro preciada, nombre avía de oro: Oria era llamada». Son deliciosos los versos de Berceo: «Era esta manceba de Dios enamorada, más quería ser ciega que verse casada». Prefería las «horas» litúrgicas más que otros cantares y oír a los clérigos más que a otros juglares. «pesque mudó los dientes, luego a los pocos anuos, pagábase muy poco de los seglares ponnos». Sentía envidia de María, la hermana de Lázaro. Como ella, pasaría la vida junto al altar, a los pies de Cristo.
Un día se puso en romería y llegó al monasterio de San Millán de la Cogolla. El prior se llamaba Domingo, y más tarde fundaría la abadía de Silos. Oria cayó a sus pies y le pidió consejo para vivir separada del mundo y entregada a Dios. «Señor, Dios lo quiere, tal es mi voluntat, prender orden e velo, vivir en castidat, en rencón encerrada yacer en pobredat, vivir de lo que diera por mi la christiandat».
Después de encargarle el prior que pensase mucho el paso que iba a dar, y de insistir Oria en su empeño, Domingo accedió y le dio el hábito de esposa de Cristo. Los albañiles abrieron un hueco en el muro de la iglesia de San Millán de Suso, el de Arriba —donde también estuvieron enterrados los Siete Infantes de Lara— frente al altar mayor y al coro donde cantaban los monjes, y allí fue encerrada la intrépida doncella Oria.
Eran tiempos de heroicidades. Había personas que no se contentaban con encerrarse en un monasterio. Querían todavía más rigidez. Se encerraban en celdas increíblemente pequeñas, donde a veces no cabían de pie, para no salir más. Sólo abrían un ventanillo que diera al altar. A veces acudían gentes a pedirles consejo. Pero normalmente su soledad era total, sólo interrumpida por la lucha con los demonios y por su trato con los ángeles. Las mujeres fueron las más generosas para esta prisión voluntaria. Se llamaba las emparedadas, y todavía queda el recuerdo de su heroísmo.
«Ovo grant alegría» cuando se le concedió, dice la copla. No se asustó Oria del estrecho emparedamiento. Todavía se contempla hoy y no sin cierto escalofrío. Los días y las noches se le pasaban rezando, leyendo las Sagradas Escrituras y vidas de Santos. Aconsejaba a los que acudían a ella. Hacía las hostias para la Misa, cosía casullas para la iglesia, rezaba los salmos cuando los monjes «et la su oración foradaba los cielos».
«Mas la bendita niña, del Criador amiga», tuvo grandes tentaciones del demonio. Domingo lo supo, se vino de Silos, la roció con agua bendita, dijo la Misa en el altar frontero, la confesó, le dio la Comunión y la bendita niña ya no tuvo más visitas de demonios, sino de ángeles y de Santos.
Después de tan austera reclusión Oria cayó enferma. La misma Señora de los cielos le avisó su muerte. Acudió a atenderla Don Munio. Llegó la noche. Oria levantó la diestra y se hizo la señal de la cruz. Y luego «alzó ambas las manos, juntólas en igual, como quien rinde gracias al buen rey celestial, cerró ojos e boca la reclusa leal, e rindió a Dios la alma: nunca más sintió mal». Y pasó de su encierro por Dios al paraíso con Dios.