Por Miguel Collado
Santo Domingo (D.N.), República Dominicana.- Son muchas las cosas extrañas que he venido observando a propósito de la conmoción mundial provocada por el coronavirus (COVID-19). Por ejemplo: ¿cómo es que se sabe tanto sobre la estructura o composición de ese virus, de sus efectos mortales cuando invade el cuerpo humano, pero no se sabe a ciencia cierta cómo combatirlo? Evitarlo no es combatirlo: ¡es huir!
Sospecho que hay manipulación dirigida desde algún punto del planeta. ¿Desde Wuhan quizá? No lo afirmo. Pero manos siniestras tal vez lo estarán haciendo con propósitos oscuros como ya se ha visto que ocurre con los genios salvadores del mundo en muchas películas de anticipación o apocalípticas. «Cambiar el curso de la historia humana», dicen algunos, creyéndose que son mesías.
Hasta las medidas de prevención recomendadas por los gobiernos ―todos coincidiendo, lo cual también me parece extraño― son, a mi modo de ver, vergonzosas: «¡Quédense en casa!», es decir, «¡Escóndanseles a ese virus!». ¡Oh, Dios! ¿Y para qué entonces la construcción multimillonaria de misiles? ¿Y para qué tanto presupuesto bélico consumido en bombas nucleares? Todo esto exige una reflexión profunda: ¿habrá la humanidad escogido un sendero equivocado desde la invención del arcabuz en el siglo XV europeo? ¿O quizá desde la crucifixión de Jesucristo en el siglo I de la Era actual?
De rodillas ante un microscópico terrorista ―a simple vista invisible― está la humanidad toda; impedida incluso de enterrar con dignidad a sus muertos. ¿Quién ejecutará las predicciones del «Apocalipsis»? ¿Dios o el hombre mismo? ¿Quién lo hará? Quizá cabe preguntar: ¿quién lo estará haciendo ya?
Y sigo preguntando ―sin la esperanza de que nadie me ilumine con respuestas explicativas sobre lo que actualmente acontece en el mundo―: ¿quién garantizará que luego de pasada la cuarentena, de las dos semanas o un mes de enclaustramiento involuntario en el hogar, el COVID-19 no estará al acecho en la esquina o en la oficina, en la fábrica o en la estación gasolinera, en el cine o en la iglesia, en el tren o en el autobús, en el avión o en un crucero, en el supermercado o en el restaurant, en el beso o en el abrazo físico que ansiábamos dar al ser querido?
Sé que ser optimista o tener fe son armas tranquilizadoras que el ser humano (en los planos psicológico y espiritual) esgrime ante la dura realidad de la impotencia, cuando el no perder la calma o el confiar en Dios es la única salida. Pero, ¿cuál de esas armas detendrá al coronavirus que, como terrorista dirigido, ha sido capaz de viajar desde la remota China hasta el mundo occidental de manera tan sorprendente y rápida? Dejo a los lectores de esta breve reflexión la enigmática tarea de encontrar la respuesta.