La extensa época en que la función pública era una fuente de engrosamiento patrimonial al parecer está llegando a su ocaso, debido a la activación sin precedentes de los mecanismos de control social.
Irónicamente, mientras las estructuras auditoras del Estado pierden credibilidad y son piedras de escándalo, los ciudadanos ejercen una veeduría orgánica y voluntaria bajo el resorte de la indignación que causa el peculado.
Ahora más que nunca cobra vigencia la máxima bíblica que indica “no hay nada oculto que no haya de ser manifesto ni escondido que no haya de saberse.” En lenguaje popular, las paredes oyen.
Ser transparente, auditable, acogido a las mejores prácticas, a las leyes y las normas, evitando avasallamiento, así como la politización de las decisiones, son mecanismos de protección reductores de riesgos.
La rendición de cuentas basada en hechos es clave para construir una narrativa de servicio idóneo que no deje dudas del compromiso y el cumplimiento de la misión por la que pagamos los contribuyentes.
La soberbia, la cerrazón, la falta de pulcritud y de objetividad en las decisiones para complacer intereses propios o de vinculados, no se quedan sin consecuencias en estos tiempos.
No importa la compra de opinión pública favorable. Eso es una vacuna de corto plazo, porque siempre será un error financiar a las ratas que luego se tirarán del barco cuando empiece a hacer aguas.
La nueva realidad impone un balance entre la eficiencia, el coraje, el cumplimiento, la transparencia, la humildad y el espíritu de servicio a la nación, en un desempeño justa y adecuadamente compensado.
Tomar una vía contraria conlleva un costo que puede ser muy doloroso, compuesto por la condena social e incluso judicial. Para entender esto hay que filosofar cada día sobre la ejecución de la responsabilidad en el Estado.
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