Por Juan Bolívar Díaz
Al sepultar a mi madre el pasado lunes no podía desprenderme de la memoria aquel poema de Bécquer con su triste estribillo ¡Dios mío, que solos se quedan los muertos!
Cada paletada de cemento para encerrarla en el nicho era como una bofetada en el alma que recordaba cuán endebles, efímeros y leves somos los seres humanos, aun cuando Juana Santana Castillo tuvo la fortuna de vivir casi un siglo.
Apenas días antes, al comenzar el año, le pedía que sobrellevara con serenidad la vida que le quedaba, ya que cada vez parecía más desinteresada de la existencia. Le recordé que en cinco semanas estaríamos celebrando sus 98 años, lo que era un privilegio, y que pronto veríamos el centenario. Porque conservaba la lucidez y fuerzas físicas. Pero el jueves una aleve embolia la sorprendió para causarle la muerte en dos días. Era tan fuerte y orgulloso que no se dejó tumbar. Caminaba en el pasillo de la casa cuando sintió un mareo y logró sentarse en el piso y pedir auxilio. Poco después perdía el conocimiento para siempre. No sufrió y en el lecho eterno fue impresionante la serenidad de su rostro.
Pese al vigor físico, emocionalmente se fue cansando, sobre todo después que por la pandemia dejamos de sacarla de la casa. Era tan independiente que nunca quiso vivir “en casa ajena”. Sábado y domingo almorzaba en casa de sus hijos, pero nade podía convencerla de que se quedara el fin de semana.
Mientras cementaban el nicho fui pasando la película de su vida: Doña Juanita fue la abnegación hecha madre y por el progreso de sus hijos se fue a la ciudad, a costa del divorcio, porque don Juan Díaz no quería abandonar su condición de bodeguero en el batey Alejandro Bass del ingenio Consuelo. Y ella juraba que sus hijos no se iban a criar en un lugar donde la escuela sólo llegaba al segundo curso, en dos tandas con una sola maestra, apenas para alfabetizar. Ella había logrado llegar a la escuela secundaria en Hato Mayor.
Divorciarse y cargar con 4 hijos era palabra mayor comenzando la segunda mitad del siglo pasado. Fue la madre coraje y, aunque era una mujer “blanca y hermosa”, nunca consiguió un segundo esposo que quisiera semejante carga. La ayuda de mi padre no alcanzaba, por lo que ella siempre tuvo que fajarse.
Fue tremenda emprendedora, después de trabajar en la Oficina Nacional de Estadística, lo que nos llevó a vivir en San Cristóbal, en la oficina local de Agricultura, y como costurera en una fábrica de ropa. Ya en la capital puso una paletera y vendió hielo y helados hechos en casa, luego su propio colmado que sucumbió en la crisis de económica de 1960. Entonces inventó un expendio de carnes, ayudada ya por sus dos hijos mayores desde sus 13 años mientras iban a la secundaria nocturna.
Aunque no lo pregonaba, se sintió orgullosa de que sus hijos recibieran buena educación y progresaran, bajo su férrea disciplina, inculcándole los valores del trabajo, la honestidad, respeto al prójimo, la libertad y la justicia, aún bajo la tiranía de Trujillo, que aborreció. Por eso a la campanada libertaria del 1961 estuvo lista para ser, junto a Miledys Sánchez, las secretarias y recepcionistas que en El Conde, frente al parque Colón, abrirían el primer local del Partido Revolucionario Dominicano, con Miolán, Silfa y Castillo.
No asimiló el golpe de Estado del 63, por lo que rehuyó la carrera política, aunque siempre amiga de Juan Bosch, Peña Gómez, Lucy Silfa, Rafa Gamundi y de otros líderes políticos. Sufriría las persecuciones a sus hijos: primero a Arismendi, dirigente estudiantil y profesional. Roberto, el más joven, con 16 años cayó preso al iniciarse la revolución y ella pasó meses llevándole comida a la cárcel. Después Miriam fue prisionera en La Victoria y a Bolívar le volarían el carro con una bomba y después un intento de asesinato lo exilió.
Mientras mamá quedaba presa para siempre, pasé la película de su vida y me pregunté si no pudo ser menos solitaria como mujer. Pero concluí que ella se iba satisfecha y orgullosa de su éxito como madre. Me estremecía impotente y me preguntaba por qué hay tantos seres humanos acaparadores, prepotentes, opresores y criminales, cuando somos tan efímeros, en camino a un estrecho nicho, donde no caben oropeles. Sólo acertaba a decirle adiós mamá, consciente de que todos somos prisioneros de la insondable levedad de la condición humana.
¿Vuelve el polvo al polvo? /¿Vuela el alma al cielo? / ¿Todo es sin espíritu/ podredumbre y cieno?/No sé; pero hay algo/que explicar no puedo,/ algo que repugna,/aunque es fuerza hacerlo,/¡a dejar tan tristes,/tan solos los muertos!
(Estrofa final de la Rima LXXIII de Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870).