A principios de marzo, el ejército ruso rodeó Mariúpol, Ucrania, una ciudad portuaria junto al mar Negro. A esto le siguió el asedio e incesantes bombardeos. Empezaron a escasear los víveres y el agua; y el gas, la electricidad, el acceso a internet y los servicios de telefonía móvil dejaron de existir.
Los intentos iniciales de crear “corredores humanitarios” —para permitir a los civiles salir de la ciudad y conseguir alimentos, agua y provisiones— fracasaron bajo el fuego de artillería ruso. Mientras continuaba el asedio, los muertos yacían, cubiertos, en la calle, porque era demasiado peligroso ir a recogerlos. Los rusos bombardearon un hospital de maternidad y un teatro donde se estaban refugiando unas 1000 personas.
La Cruz Roja ha hecho en los últimos días repetidos intentos de llegar a la ciudad, donde al parecer hay aún decenas de miles de personas atrapadas en unas circunstancias cada vez más críticas. “Europa no tiene derecho a reaccionar con el silencio ante lo que está sucediendo en Mariúpol”, dijo el presidente Volodímir Zelenski en un discurso grabado y traducido por su gabinete. “El mundo entero debe reaccionar ante esta catástrofe humanitaria.”
Olena Ivantsiv, Katerina Iakovlenko y Tetiana Bezruk, periodistas de Ucrania, contactaron con algunas personas de Mariúpol y les pidieron que describieran sus experiencias. Esto es lo que dijeron. Sus declaraciones han sido editadas por razones de claridad y extensión.
No echo de menos las cosas que se han perdido, la casa destruida. No me importa deber un préstamo para pagar la televisión, que no volveré a ver jamás. Es todo muy mundano, devaluado por la propia guerra. Pero sí echo mucho de menos mi mundo especial, que para mí era Mariúpol. La ciudad tenía un olor especial. En invierno, había un penetrante aroma a uvas heladas, que se dejaban en las cepas, mezclado con un toque del humo que emanaba de las casas familiares. En verano, se llenaba del olor del polvo asentado en la tierra por las muy esperadas lluvias. Y en primavera… Qué bella ciudad era en primavera.
Es invierno en mi ciudad, lo han traído las bombas rusas. No bombardearon solo mi ciudad. Bombardearon mi primavera. Mi vida. Mi pasado.
Y resulta que mi futuro también. Porque la pregunta más difícil para mí, ahora, es: “¿Qué hago mañana?”. Antes tenía mil planes y un millón de deseos. Ahora de verdad solo quiero una cosa: que muera Putin.
Por las noches sueño con Mariúpol. Como yo la recuerdo. Andaba con mi hijo por los paseos del City Garden y no dejaba de preguntarme: “¿Cuántos pasos hay hasta el mar, y cuántos árboles hay en este paseo?”. Qué sueño tan agradable, y qué despertar tan doloroso.
Todo el mundo dice: “No pasa nada, Anya, la reconstruiremos. Nuestra ciudad será aún más bonita que antes”.
No quiero una ciudad mejor: quiero la que tenía. La ciudad donde sabía exactamente cuántos pasos había hasta el mar y cuántos árboles había en el paseo central del parque.
Quiero que vuelva lo que no puede volver. Y esta es la tragedia de mi vida.
—Anna Murlikina, 47 años, editora jefa de 0629.com.ua
Una habitación oscura, fría, sin ventanas ni un destello de luz. Estoy de rodillas delante de mis hijos aterrados, que están llorando y diciendo que tienen miedo de morir. Intento explicarles que la muerte no da miedo, que lo más importante es que estamos juntos. Estamos en Mariúpol y están bombardeando nuestro edificio. Oímos un avión, seguido de una explosión, todo mezclado con las ráfagas de fuego de artillería. Las paredes y el suelo están temblando.
Cada explosión se lleva más vidas de civiles. El cerebro rebusca entre miles de posibles opciones de escape, pero no hay ninguna. Nada depende de mí: mi familia y yo estamos siendo “liberados” de Ucrania y de nuestra vida sencilla y tranquila. No soy capaz de concebir que estamos en el epicentro de la guerra y que cada hora de nuestras vidas puede ser la última. Los niños tienen hambre y me piden agua, pero no podemos salir del refugio: las explosiones continúan.
—Kristina Khodunova, 28 años
Primero, se fue la luz. Después, nos quedamos sin agua. El dinero perdió su valor. Lo reemplazaron los trueques: gasolina por pan, pan por cigarrillos, cigarrillos por leña.
Frío: hace frío en todas partes. No hay calefacción. La temperatura dentro es la misma que afuera.
Agua: lo más caro. Bebían agua de los charcos. Bebían agua del sistema de calefacción central. Bebían agua de la nieve. Los afortunados eran los que encontraban fuentes naturales. Pero son una minoría.
Refugio: utilizas lo que sea. Después de que todo el distrito de Livoberezhny fuese reducido a escombros, la gente se refugió en el teatro. Parecía seguro. Pero una bomba rusa de un avión ruso mató a muchos de ellos.
Seguridad: una palabra que ha perdido todo su significado.
Muertos: en todas partes. Al principio, la gente intentaba enterrarlos en fosas comunes, pero cuando la intensidad de los bombardeos lo hizo imposible, la gente yacía simplemente tapada con sábanas. En todas partes.
—Petro Andrushchenko, 47 años, funcionario municipal de Mariúpol
El 16 de marzo, la casa de mi familia ardió como un fósforo gigante. Perdimos nuestra ropa y nuestras pertenencias. El 18 de marzo, decidimos huir de la ciudad. Mis amigos tenían un camión pequeño, muy dañado, pero aún funcionaba. Recogimos las cosas a toda prisa, hicimos señales para avisar de que había niños y partimos en cuatro coches en fila. Los tanques rusos estaban por todas partes, y daban vueltas por la ciudad.
Al girar hacia la avenida, nos vimos en medio de un fuego de fusiles. Las balas alcanzaron tres ruedas del coche y perforaron un depósito de gas. Los soldados enemigos no se detuvieron ante nuestras señales. Con los neumáticos pinchados, logramos llegar al otro distrito de la ciudad, donde no había tanto ruido de bombardeos. Allí encontramos un refugio para dos días. El 21 de marzo, con los tres coches que nos quedaban, nos dirigimos al control fronterizo a través del puerto. El control era muy exhaustivo y duraba una eternidad, pero al final nos autorizaron la salida. Fuimos en dirección a Berdiansk. Sobrevivimos.
—Karina (prefiere no revelar su apellido), 25 años, ama de casa
Los momentos de más miedo fueron los primeros días de bombardeos. Un día oí el fuerte estruendo de varias explosiones. Intenté salir a comprobar si mis vecinos estaban bien, y solo vi el zapato de mi vecino en el suelo y lo oí gritar: “¡No salgas, no vengas aquí!”. Pensé que alguien había muerto o estaba herido. Después me di cuenta de que la casa enfrente de la nuestra había sido bombardeada. Un cadáver que había delante del edificio no fue retirado hasta más de una semana después.
Conseguimos irnos el 15 de marzo. Conducimos unos 270 kilómetros desde Mariúpol hasta Zaporiyia, unas 15 horas. Había rusos con ametralladoras en los puestos de control comprobando la documentación, los maleteros y los contenidos de nuestros teléfonos. Por suerte, nos dejaron marchar.
Hace unos días, vi un video y una foto de mi casa bombardeada. Los “liberadores” rusos me liberaron de mi casa y de mi trabajo. Destruyeron mi ciudad. No sé si mis amigos, vecinos, compañeros y alumnos siguen vivos: algunos se estaban refugiando en los sótanos de sus edificios; otros estaban en el teatro.
—Marianna Saenko, 51 años, maestra
Cerca de nosotros, en la parte oeste, había un polideportivo, Illichivets. Hubo un periodo en el que fue menos habitual refugiarse en esa parte de la ciudad, así que decidimos ir en esa dirección. Anduvimos más de 6 kilómetros entre las casas y evitamos las zonas despejadas. Cuando nos disponíamos a salir de Mariúpol, alguien —posiblemente los rusos— empezó a dispararnos. Hubo explosiones cercanas, pero ninguno de nosotros salió herido. Escapamos. Un poco más adelante, vimos material militar destruido y un puesto de control. Volvieron a abrir fuego sobre nosotros. Justo en la salida de la ciudad, en la autopista, un hombre que se estaba marchando de Mariúpol consiguió recogernos en su coche. Casi de inmediato, en cuanto dejamos la ciudad, un proyectil alcanzó el dormitorio donde nos habíamos estado alojando.
—Egor Zaharov, 22 años, estudiante
La noche del 7 de marzo, empezó a oírse fuego de artillería muy cerca, y muy fuerte. Corrimos hacia el sótano, donde también escondíamos a algunos vecinos nuestros y a sus hijos. En algún momento, oímos un silbido muy alto y agudo, seguido de un fuerte impacto. Aquella fue la noche en la que nuestra casa fue destruida. El sótano —nuestro lugar seguro— quedó destrozado. Vimos sangre en la cara de los niños. Sentimos el horror de tener que despejar de escombros la entrada a la habitación de nuestra abuela.
Perdimos todas las esperanzas de ser rescatados. Todo el mundo nos había abandonado. El hospital que había cerca nos dio la desoladora noticia de que el tío de mi esposa había resultado gravemente herido en el bombardeo; que no podían hacer nada para salvarlo, así que se desangró y lo enterramos en el jardín trasero.
Siempre que lográbamos salir, veíamos una ciudad fantasma y posapocalíptica: edificios en ruinas, basura, escombros y perros vagabundos y hambrientos, abandonados por sus dueños. La gente allanaba el colegio de la zona para robar comida de la cantina y arrancaba los suelos de madera y los alféizares de las ventanas para hacer fuego y cocinar.
El 13 de marzo, vimos a unos soldados construir una barricada antitanque en nuestra calle. Ahí fue cuando supimos que teníamos que huir, por muy peligroso que fuera.
—Serhii Dolhopolov, 36 años, ingeniero
Murió un amigo mío. Dos proyectiles impactaron en su apartamento cuando estaba en la cocina y lo mataron. Su mujer, su hijo, su padre y su suegra estaban en la habitación de al lado. Su mujer sufrió heridas de metralla en la cabeza, y también su suegra. Pero su padre, de 82 años, salió ileso. Salieron corriendo del apartamento justo antes de que lo alcanzara el fuego y ya no pudieron volver allí nunca más. Pero mi amigo, Vitya, seguirá en ese apartamento para siempre.
Y fuimos a buscar agua, esquivando los cadáveres de la gente que había ido a buscar agua el día anterior. Al final, encontramos agua corriente en uno de los edificios; ya había mucha gente allí y no podíamos coger mucha porque teníamos que recorrer una larga distancia con ella. Pero íbamos por agua todos los días, y todos los días mirábamos los cadáveres nuevos que yacían en el camino.
—Hanna Drobot, 47 años, profesional de los medios de comunicación
Después del 2 de marzo, nos quedamos sin luz, sin agua y después sin gas. La ciudad se sumió en la oscuridad, pero lo peor era la incomunicación con los familiares y que el enemigo estuviese interviniendo todas las emisoras de radio. Dijeron que habían muerto 10 personas. Uno de los proyectiles impactó en el apartamento de mi amiga, que vivía en el último piso del edificio, un tercero: atravesó el tejado y se quedó encasquetado en su suelo. Desde aquel día, me daba mucho miedo ir a mi apartamento. La vida en el sótano empezó el 6 de marzo. Éramos 15, incluidos dos niños de 6 y 16 años. Pasamos dos semanas allí abajo, visitando el apartamento una o dos veces al día. Cocinábamos la comida en un fuego cerca de la entrada del edificio: construimos un pequeño horno de ladrillos, encendimos un fuego y cocinábamos por turnos. En todas las entradas de los edificios se organizaban de la misma manera, todo bajo un fuerte cañoneo. Y después los aviones empezaron a lanzar bombas. Aprendimos los ruidos de los ataques aéreos y sabíamos qué estaba volando y dónde; sabíamos cuándo podíamos cocinar y cuándo teníamos que huir al sótano. El sótano era frío y oscuro. Empezamos a quedarnos sin velas e hicimos lámparas de aceite. Era una oscuridad constante, noche y día.
—Liubov (prefiere no revelar su apellido), 65 años, jubilada
Estos testimonios fueron grabados, transcritos y traducidas del ruso y el ucraniano al inglés por Olena Ivantsiv, Kateryna Iakovlenko y Tetiana Bezruk, periodistas de Ucrania.
Fuente: nytimes.com