IKER SEISDEDOS
DeSantis revoca de manera fulminante los privilegios de la compañía, que desde hace 55 años tiene completa autonomía sobre los terrenos en los que se asienta su parque más emblemático
La decisión, que no es arriesgado interpretar como una venganza, llega después de semanas de pública discusión entre DeSantis y la multinacional del entretenimiento, por las críticas de esta a la promulgación en Florida de la Ley del Derecho de los Padres sobre la Educación. Es la norma cuyos detractores han bautizado gráficamente como la Ley de No Digas Gay (Don’t Say Gay), porque eso es en parte lo que persigue: prohíbe hasta la edad de nueve años la discusión en clase entre profesores y alumnos sobre orientación sexual e identidad de género, la permite en cursos posteriores, pero solo cuando se considere que es “apropiada para la edad o el desarrollo” de los estudiantes, límite ciertamente impreciso, y alienta a los padres a que denuncien a los docentes que se la salten.
La represalia contra Disney también lo es contra los condados de Orange y Osceola, donde se asienta Disney World, que heredarán las deudas del distrito del parque temático. Hasta ahora, el régimen de la casa de Mickey Mouse en la Costa Este se asemejaba bastante al autogobierno; la compañía gozaba de un control casi total sobre ese territorio desde 1967, un año después de la muerte de su fundador, cuando el Estado brindó una protección especial a un área de poco más de 100 kilómetros cuadrados que llamaron Reedy Creek Improvement District. Disney había comprado los terrenos a principios de los sesenta, pero el parque no abrió hasta 1971.
Cuando el 1 de julio entre en vigor la nueva norma (aunque en sus aspectos más drásticos el texto añade una moratoria de un año), Disney dejará de mandar a solas sobre ese emblemático lugar en el centro de Florida. Hasta ahora, estaba encargada de construir y mantener sus infraestructuras y de brindar servicios municipales como la electricidad o el agua. También se ocupaba de la policía, de las ambulancias o de los bomberos. En Florida hay decenas de distritos especiales con esas características, como el que alberga el circuito de carreras de Daytona o el de los Villages, famoso lugar de vacaciones para la tercera edad cercano, también, a Orlando.
La decisión de crear un régimen especial no se tomó en 1967 solo para dotar de autonomía e incentivar el nuevo desarrollo empresarial, sino también para eximir a esos condados, rurales y subdesarrollados, de la carga que acarrearía la apertura. Ahora que el distrito se disuelve, los expertos en fiscalidad calculan que los Gobiernos locales heredarán una deuda de unos mil millones de dólares (927 millones de euros) y los propietarios inmobiliarios de la zona se preparan para enfrentarse a un incremento de un 20% en sus impuestos.
En lo que respecta a la empresa, ahora tendrá que pedir permiso a las autoridades para emprender cualquier reforma o ampliación en las instalaciones. Disney, que no ha reaccionado oficialmente aún al ataque de DeSantis, tiene contratados a unos 80.000 trabajadores en Florida, lo que la convierte en la mayor empleadora del Estado. Además, alimenta una industria turística que genera un impacto económico de unos 75.000 millones de dólares anuales.
Pese a tal poderío, el gobernador, que suena como candidato republicano a la presidencia del país en 2024 y es uno de los pocos contrincantes capacitados a estas alturas para plantar cara en esa carrera a Donald Trump, escribió el miércoles en un correo electrónico para recaudar fondos: “Si Disney quiere pelea, se ha equivocado [con él] de tipo. No permitiré que una corporación woke con sede en [Burbank] California dirija nuestro Estado. Se han salido con la suya en Florida durante demasiado tiempo”.
Y la palabra clave ahí es woke, término que está rentabilizando extraordinariamente bien la derecha en las así llamadas guerras culturales con vistas a las próximas elecciones legislativas de noviembre. Su sola mención evoca en amplios sectores más o menos conservadores del electorado la idea de una izquierda obsesionada exclusivamente con asuntos como los derechos de los transexuales, la teoría crítica de la raza o la libertad de elección de género, como parte de una agenda alejada de los “problemas reales de la gente” e impuesta por las élites de las grandes ciudades de ambas costas.
El conflicto entre Disney y DeSantis, que lidera todas las encuestas para su reelección y ya ha recaudado más de 100 millones para la campaña, se recrudeció a principios de marzo, cuando el consejero delegado de la compañía, Bob Chapek, se pronunció, tras verse sometido a una fuerte presión de sus empleados, contra la ley No digas gay. Para entonces, más de 150 grandes empresas estadounidenses ya habían firmado una carta oponiéndose a la reforma.
Chapek, que inicialmente eludió la condena para ahorrarse problemas —y así se lo hizo saber el 7 de marzo en una carta que desató las protestas de sus trabajadores― explicó dos días después que había llamado a DeSantis para expresar su “decepción y preocupación” por una norma que “podría ser empleada para atacar injustamente a las familias con hijos gais, lesbianas, no binarios y transgénero”. “El gobernador escuchó nuestras preocupaciones y accedió a reunirse conmigo y con los miembros LGTBI de nuestro equipo directivo en Florida para discutir cómo abordar la situación”, añadió Chapek.
Si la reunión entre ambas partes tuvo lugar, no parece que surtiera mucho efecto. DeSantis solicitó el lunes pasado al poder legislativo de Florida que revocara los privilegios de Disney. Al día siguiente se pronunció el Senado con 23 votos a favor y 16 en contra. El miércoles, pasó el trámite del Congreso sin discusión (70 contra 38). Y el viernes el gobernador firmó la ley.
Esos mismos legisladores que han actuado fulminantemente son en realidad viejos compañeros de cama de la multinacional. Solo en la capital de Florida, Disney tiene a 38 lobistas a sueldo, que trabajan para presionar en su favor, y en cada convocatoria electoral el conglomerado contribuye indistintamente a las campañas de candidatos de ambos partidos por igual. Obviamente, los demócratas piden ahora que se reconsidere el destino de ese dinero fresco en vista de los últimos acontecimientos.
Parece que la época en la que Disney jugaba con dos barajas y era esa marca blanca que ponía de acuerdo a todos es cosa del pasado. Es innegable que sigue siendo toda una institución de la vida estadounidense. Pero también es cierto que sus esfuerzos por actualizarse a un mundo cambiante conducen últimamente a la melancolía y son criticados en un fuego cruzado.
Los hay que los consideran insuficientes, como demuestra la aún reciente polémica por un beso entre dos mujeres que cayó en la sala del montaje de la película Lightyear y las protestas de los empleados de la compañía acabaron rescatando. Y luego están quienes no entienden decisiones como retirar de su catálogo de streaming y de los parques temáticos toda referencia a Canción del sur (1946), película que ofrece un “problemático” tratamiento de la vida en las plantaciones de algodón, o que en sus espectáculos pirotécnicos ya no se use el saludo clásico (”señoras y señores, chicos y chicas”) porque no es suficientemente inclusivo.
Chapek, que asumió el cargo en solitario a finales de 2021 tras compartir el timón con su antecesor, Bob Iger, ha tenido tiempo de sobra para comprobar que dirigir una compañía para todos los públicos como la suya se ajusta bastante en el siglo XXI a esa vieja sentencia que dice que no es posible contentar a todos, pero sí cabrear a la mayoría.
Fuente: elpais.com