Ilustración por Jordan Awan para The New York Times; fotografías por Javier Zayas Photography y dikobraziy vía Getty Images

Hay muchísima confusión general, si no un absoluto pavor, en torno al estado de la economía global. La guerra en Ucrania, las fluctuaciones del precio del gas, los tipos de interés hipotecarios por las nubes, los continuados efectos colaterales de la pandemia de COVID-19 y la amenazante posibilidad de una recesión: todos estos son factores que parecen confluir para propiciar el caos.

El miedo es real, pero el caos es transitorio, ya que en gran medida obedece al tumulto que acompaña cualquier transición de un viejo orden económico a uno nuevo. Toda economía experimenta ciclos de expansión y contracción, pero el indicador más importante en estos ciclos tiene menos que ver con los precios de mercado o las tasas de desempleo que con la filosofía política subyacente.

Durante aproximadamente medio siglo, nuestra economía política se ha basado en el concepto rector del neoliberalismo: la idea de que el capital, los bienes y las personas deben poder cruzar las fronteras en busca de ganancias más productivas y rentables. Muchas personas lo asocian con la economía de derrame que practicaban Ronald Reagan y Margaret Thatcher, o incluso con las ideas económicas favorables a las empresas que defendieron Bill Clinton y Barack Obama en relación con los mercados financieros y el comercio. Pero las raíces de su filosofía se remontan más atrás.

El término “neoliberalismo” fue acuñado en 1938, en un encuentro en París de economistas, sociólogos, periodistas y empresarios alarmados por lo que consideraban un excesivo control estatal de los mercados tras la Gran Depresión. Para ellos, los intereses de la nación-Estado y la democracia podían plantear problemas para la estabilidad económica y política. No se podía confiar en el electorado y, por tanto, los intereses nacionales (o, más concretamente, el nacionalismo) debían estar sujetos a los límites de las leyes e instituciones internacionales para el buen funcionamiento de los mercados y la sociedad.

Instituciones mundiales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, y, más tarde, organizaciones como la Organización Mundial del Comercio —grupos que se dedicaban básicamente a conectar las finanzas, el comercio y las empresas globales a través de las fronteras— estaban influidas por estas filosofías neoliberales. Abogaron enérgicamente por el Consenso de Washington, una serie de principios económicos derivados de los pilares de la liberalización del mercado y la globalización sin restricciones. Estas prescripciones generaron más crecimiento que nunca; los cuatro años previos a la crisis financiera de 2008 representan uno de los periodos de crecimiento global más fuertes del último medio siglo. Sin embargo, también crearon unos considerables niveles de desigualdad dentro de los países.

¿A qué se debió? En parte, a que el dinero se mueve entre las fronteras con mucha más rapidez que los productos o las personas. El acuerdo de “capital barato a cambio de mano de obra barata” alcanzado entre Estados Unidos y Asia desde la década de 1980 en adelante benefició a las multinacionales y al Estado chino mucho más que a cualquier otra instancia, según la investigación académica. La revolución de Reagan y Thatcher dio rienda suelta al capital global con la desregulación de la industria financiera, pero el comercio global se liberó plenamente durante la época de Clinton, con acuerdos como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte y la ulterior adhesión de China a la OMC, lo que alteró el equilibrio de intereses entre las políticas de creación de empleo a nivel nacional y las de integración en el mercado global a favor de estas últimas. La idea era que el abaratamiento de los precios al consumo de productos importados compensaría el estancamiento o incluso la reducción —en cifras reales, para muchos trabajadores— de los salarios.

Pero no fue así. Incluso antes de la pandemia y de la guerra en Ucrania, los precios de las cosas que nos identificaban como clase media —desde la vivienda a la educación y la atención médica— aumentaron más rápido que los salarios. Y sigue ocurriendo, a pesar de la reciente inflación salarial. La sensación de que la economía global se ha desligado demasiado de los intereses nacionales ha contribuido a alimentar el populismo político, el nacionalismo e incluso el fascismo (en la forma de Donald Trump y el movimiento MAGA) con los que lidiamos hoy. Es una amarga ironía que precisamente las filosofías que debían frenar el extremismo político hicieran justo lo contrario al ir demasiado lejos en su aplicación.

La filosofía neoliberal está agotada, no solo en Estados Unidos, sino también en otros lugares: véase la reacción contra el desafortunado experimento de la primera ministra británica, Liz Truss, con la bajada de impuestos a las rentas altas. Se suponía que la deslocalización a múltiples países haría la fabricación más productiva y a las empresas más eficientes. Sin embargo, muchas de esas supuestas eficiencias colapsaron con cualquier tipo de estrés global, desde las pandemias a los tsunamis, la congestión en los puertos y otros sucesos imprevistos. Y unas complejas cadenas de suministro dieron lugar a numerosas catástrofes productivas mucho antes de las crisis globales de los últimos años: pensemos en la catástrofe del Rana Plaza de Bangladés en 2013, cuando una fábrica textil que servía a varias marcas internacionales (que no tenían ni idea sobre los riesgos derivados en sus cadenas de suministro) se derrumbó y más de 1100 personas murieron. Entretanto, el propio libre comercio, que se suponía que debía fomentar la paz entre los países, se convirtió en un sistema que los países mercantilistas y las autocracias podían manipular, generando así profundas divisiones políticas a nivel nacional e internacional.

Por fortuna, el péndulo de la economía política acaba oscilando de nuevo, y las filosofías que han agotado su utilidad dan paso a unas nuevas. Los cambios sísmicos en la agenda socioeconómica son poco frecuentes y transformadores. Estamos experimentando uno de esos cambios ahora. El mundo está empezando a restablecerse, no en la “normalidad” de los modelos económicos convencionales, neoliberales, sino en una nueva normalidad. En los círculos políticos, empresariales y académicos ya se están replanteando cuál es el equilibrio correcto entre lo global y lo local.

La política comercial está virando hacia una mejor consideración de la mano de obra y los estándares medioambientales, con el entendido de que lo barato a veces sale caro, si los productos están degradando el medioambiente o los fabrica un niño con sus manitas. También se replantea el comercio de los servicios digitales, para que rindan cuentas en materia de privacidad y valores liberales. (¿De verdad queremos que nuestros datos personales les sean entregados a las grandes empresas tecnológicas, o a grandes Estados vigilantes, como China?) Las cadenas de suministro se están acortando, no solo por motivos geopolíticos, sino también por las nuevas tecnologías (como la agricultura descentralizada y la impresión en 3D) que hacen posible concentrar la producción y el consumo más cerca de casa.

¿Y ahora qué, entonces? ¿Cómo podemos asegurarnos de que la globalización económica no aventaje demasiado a la política nacional? Y ¿cómo podemos arreglar las cosas sin acabar teniendo un proteccionismo del estilo de la década de 1930, o un falso rapto de nostalgia por una época que ya no existe?

Todavía no tenemos una nueva teoría de campo unificado para el mundo posneoliberal. Pero eso no significa que no debamos seguir cuestionando la vieja filosofía. Uno de los mitos neoliberales más persistentes era que el mundo es plano y que los intereses nacionales tenían un papel secundario frente a los mercados globales. Los últimos años han destrozado esa idea. A quienes les importe la democracia liberal les corresponde elaborar un nuevo sistema que equilibre mejor los intereses locales y los globales.

*Rana Foroohar es columnista y editora adjunta de The Financial Times, y autora de Homecoming: The Path to Prosperity in a Post-Global World.

Fuente: nytimes.com