MONTEVIDEO, Uruguay.- Durante más de 80 días, desde que la sequía y la mala gestión erosionaron el suministro de agua potable en la capital de mi país, el agua que salió de nuestros grifos tuvo un gusto terriblemente salado y olía a productos químicos. Quienes pudimos pagar por agua embotellada la usamos para todo. Cocimos la pasta, lavamos lechugas y preparamos café, por lo que compramos cada vez más envases de plástico que acabaron en la basura. Cuando nos duchamos, lo hacíamos rápido y con las ventanas abiertas, porque los compuestos de trihalometano del vapor pueden ser cancerígenos. Las lavadoras no hacían espuma y los calentadores de agua eléctricos se estropearon por la acumulación de sodio. Los lavavajillas dejaron manchas saladas en vasos y platos. Lavarse los dientes era como beber un trago de agua de piscina.
En el punto álgido de la crisis, los niveles de sodio y cloruro se elevaron al doble y al triple de los valores máximos permitidos por nuestra normativa nacional de agua potable. Hace unas semanas, visité un barrio muy humilde en las afueras de la ciudad, donde la gente no tenía otra opción más que beber el agua de la llave. Los pobladores se quejaban de dolor de panza y diarrea al usar el agua corriente. El gobierno advirtió que los niños menores de dos años, las mujeres embarazadas y las personas con hipertensión, insuficiencia renal o problemas cardíacos debían limitar su consumo de esa agua o, en algunos casos, evitarla por completo. Supuestamente, las personas más pobres recibirán ahora una subvención para comprar agua embotellada. Pero eso no es suficiente.
En Uruguay, el agua limpia forma parte de nuestra identidad nacional. A los niños en la escuela les enseñan que el país ha sido agraciado con agua abundante y de buena calidad, gracias a varios grandes ríos y seis acuíferos caudalosos. Desde siempre pudimos contar con la lluvia para llenar estos ríos y acuíferos. Y, en 2004, nos convertimos en el primer país del mundo en incluir el acceso al agua potable en la Constitución.
Pero la sequía más grave de los últimos 44 años, aunada a la falta de inversión en embalses de agua dulce y la pésima gestión de los embalses del río Santa Lucía, ha trastocado esa historia infantil. Ahora, el área metropolitana de Montevideo, donde vive el 60 por ciento de los 3,4 millones de habitantes del país, está sufriendo las consecuencias.
El río Santa Lucía, que proporcionó un flujo constante de agua dulce a la capital durante más de 150 años, casi desapareció en varios tramos durante la peor parte de esta sequía. En febrero, un embalse con capacidad para 20 millones de metros cúbicos de agua quedó seco. Luego, el más grande que almacena 65 millones de metros cúbicos, en su peor momento se redujo al 2 por ciento de su capacidad. A medida que las aguas dulces del río Santa Lucía se iban vaciando, el agua salada del Río de la Plata, un estuario vecino del océano Atlántico, se ha introducido en su cauce. Nuestra principal planta potabilizadora no tiene la tecnología necesaria para eliminar la sal, por lo que entró en nuestras tuberías, nuestras casas y nuestros cuerpos.
El gobierno no tiene un plan B para esta crisis, que podría durar hasta octubre. Un senador tuiteó que oráramos para que lloviera.
Pese a la gravedad de la situación aquí, la crisis del agua en Montevideo y alrededores no es la única. En 2018, Ciudad del Cabo comenzó a hacer planes ante el caos que se produciría bajo el supuesto bastante probable de que se quedara totalmente sin agua. En Brasil, que posee una fracción significativa del agua dulce del mundo, numerosas ciudades han restringido su uso. En Ciudad de México, el 70 por ciento de la población solo tiene acceso al agua 12 horas al día, según un estudio de las Naciones Unidas de 2017.
El Informe Mundial de las Naciones Unidas sobre el Desarrollo de los Recursos Hídricos de 2023 muestra que una de cada cuatro personas carece de acceso a agua potable. “No podemos alegar sorpresa ante la próxima sequía”, me dijo Pedro Arrojo Agudo, relator especial de la ONU sobre los derechos humanos al agua potable y al saneamiento. “Por fuerte y larga que sea”, dijo, se deben planificar alternativas para “no depender solo de una fuente sino tener fuentes complementarias, suplementarias y también establecer prioridades durante la emergencia”. La previsión en la infraestructura debe ir atada a una “política de gestión de la demanda”, dijo.
La semana pasada, Arrojo Agudo, en una declaración con otros expertos, le dijo a Uruguay que “debe poner el consumo humano en primer plano, como indican las normas internacionales de derechos humanos”, y jerarquizar la demanda “con una prioridad ética”. El gobierno discrepó de su declaración, y aseguró que los niveles de sustancias químicas no eran tan alarmantes como él afirmaba y que se estaban tomando medidas eficaces. Pero el relator sabe que el problema en todo el mundo es más o menos igual y que racionar el consumo de la población mientras se deja sin control el uso industrial o agrícola supondrá hipotecar, “no solo la cantidad de agua disponible sino la calidad”, como me dijo.
La salud está en riesgo, pero hay otros impactos. El sector agrícola, que es la industria más grande del país, ha tenido pérdidas de cerca del 2 por ciento del PIB de Uruguay. Seis de cada diez de nuestras industrias enfrentaron problemas de producción. Las industrias farmacéutica, alimentaria, química y de la construcción son las más comprometidas en la carrera por el agua.
¿Cómo llegamos a este punto? En las últimas cuatro décadas, el país permitió que las industrias agrícola y minera contaminaran el río Santa Lucía e interrumpieran sus ciclos naturales, dañando el suministro que siguió disminuyendo durante los últimos tres años con poca lluvia. Y a pesar del evidente crecimiento demográfico y económico, nuestro país no invirtió en embalses de agua potable, ni siquiera cuando el problema empezaba a vislumbrarse. Desde marzo de 2020, el gobierno declaró varias emergencias para los productores agropecuarios y otorgó exoneraciones fiscales, entre otras medidas. Pero no fue hasta el 19 de junio de este año que declaró la emergencia para el resto de la población.
“Manejate”, dicen los uruguayos, es decir, hacé lo que puedas. El gobierno intenta construir embalses en ríos afluentes al Santa Lucía y proyecta una millonaria planta para desalinizar el agua del Río de la Plata, pero es poco probable que funcione en los próximos tres años. La empresa pública de agua potable acaba de perforar pozos en la zona central de la ciudad, de allí carga camiones cisterna con agua de un acuífero para distribuirla a los hospitales.
Muchos de mis vecinos también están haciendo sus propios pozos, con la esperanza de encontrar agua subterránea para sus familias. Uno de ellos me mostró los resultados del análisis de calidad del agua. Dan miedo. Su pozo estaba contaminado, entre otras, por una bacteria llamada Pseudomonas aeruginosa, asociada con infecciones sanguíneas, pulmonares y urinarias. Es demasiado tarde para ingeniárnoslas por nuestra propia cuenta
En las últimas dos semanas, llovió 76 milímetros, y eso ayudó, de momento. Pero las previsiones meteorológicas locales, el cambio climático global y el uso irresponsable del suelo nos llevan a la misma dirección. No se trata solo de Montevideo: todas las ciudades del mundo tienen que empezar a priorizar su agua potable ahora, mientras todavía hay una mínima posibilidad de obtener mejores resultados. El agua es nuestro recurso más preciado. Mantenerla a salvo y disponible, además de planificar estos escenarios de sequía en el futuro inmediato, debe ser nuestra primera prioridad. Ha sido suficiente.
Fuente: nytimes.com