¿Sufrir muerte cerebral es estar lo suficientemente muerto?
Con esa pregunta llegó esta semana el profesor Giuseppe Citerio, experto en anestesia y cuidados intensivos de la Universidad Milano Bicocca de Italia, al congreso Euroanestesia en Ginebra.
Su intención era instar a otros expertos internacionales a acordar definitivamente cuándo una persona ya no está viva.
¿Te sorprende?
A muchos se nos viene a la cabeza la pregunta: «¿Pero, entonces los doctores no saben cuándo nos morimos?«.
Y luego nos vienen a la mente decenas, quizás cientos, de escenas de TV y del cine en las que ocurre una tragedia, la gente se amontona alrededor de la víctima, algunos lloran, los paramédicos se abren paso, el más guapo busca el pulso en el cuerpo tendido y, tres segundos después, le hace una señal discreta al personaje más calmado indicándole que ya no hay nada que hacer.
¿O se referirán a quienes mueren en el hospital? (A esos también los hemos visto en TV, conectados a máquinas que cuando todo deja de estar bien pasan de bip, bip, bip a biiiiiiiiiiiiip).
Pues resulta que diferentes culturas en el mundo definen la muerte de manera distinta.
Y aunque la medicina moderna cuenta desde hace 40 años con el concepto de la muerte bajo criterios neurológicos -la cerebral o encefálica-, según le explicó Citerio al diario británico The Independent, aún hay mucha controversia respecto a cómo determinarla.
«Al menos en Occidente, hay un amplio consenso de que la muerte humana es en última instancia la muerte del cerebro, pero continúa el debate sobre la manera de demostrar la cesación de las funciones cerebrales para satisfacer la definición».
Enterrados vivos
Así que, aunque lo único que tenemos seguro en la vida es la muerte, no siempre estamos seguros de que llegó.
Cuándo ocurre y los criterios operacionales para confirmarlo ha sido por mucho tiempo un tema problemático.
Para el médico Paulus Zachias, sólo la putrefacción diferenciaba al vivo del muerto, según escribió en 1600.
Curiosamente, hasta el siglo XX, cuando por falta de conocimientos los doctores estaban mal equipados para hacer pruebas precisas para determinar la muerte, el momento en el que un individuo era considerado muerto era simple y no había desacuerdo.
Entre el siglo XVIII y el XX una persona era declarada muerta cuando su corazón dejaba de palpitar y sus pulmones, de funcionar.
A eso se le conoce como la muerte por criterio cardiopulmonar.
Uno de los problemas eran las pruebas: en el siglo XIX se determinaba la muerte poniendo espejos, velas o plumas frente a la nariz o hasta sumergiendo la cabeza al agua para detectar burbujas.
Debido al uso de métodos que ahora nos parecen algo folclóricos, se daban instancias de entierros prematuros.
El miedo a ser enterrado vivo era -y sigue siendo- uno de los más aterradores.
Durante los siglos XVIII y XIX, cuando esos miedos eran mejor fundados, fueron patentados un gran número de mecanismos que le permitían al ocupante avisar que había recuperado la consciencia.
En los diarios, aparecían historias como ésta, el el británico Sunday Times, 1838.
«Un espantoso caso de entierro prematuro ocurrió hace poco. La víctima, un hombre en la flor de la vida. Cuando el sepulturero oyó un ruido que venía de su ataúd tras haberle echado unas pocas palas de tierra, se fue, aterrorizado, en busca de ayuda.
A su regreso, la multitud que se había reunido alrededor de la tumba insistió en que se abriera el ataúd. Tan pronto retiraron las primeras tablas, se comprobó sin lugar a dudas que el ocupante había sido enterrado vivo. Su rostro estaba contraído por la agonía que había sufrido. Un médico, que estaba en el lugar, le abrió una vena, pero la sangre no fluyó. La víctima estaba fuera del alcance del arte«.
Más tarde, se empezó a usar el estetoscopio, así como la palpación del pulso, la sección de arterias, la observación de livideces y la depresión ocular.
Una nueva muerte
Cuando finalmente las pruebas para determinar si la gente había muerto se volvieron más sofisticadas y los criterios fueron establecidos, se disparó un debate a otro nivel.
El miedo a ser enterrado vivo fue reemplazado por el temor a la animación suspendida regulada por sistemas de sostén de vida.
En las últimas décadas del siglo XX, la noción de la muerte cerebral fue introducida.
Aunque parece más clara «puede ser legalmente definida en cada país de dos maneras distintas: basándose en ‘todo’ el cerebro o el criterio del tronco del encéfalo», explica Citerio.
El tronco del encéfalo, tronco cerebral o tallo cerebral es la principal ruta de comunicación entre el cerebro anterior, la médula espinal y los nervios periféricos.
La ausencia de sus reflejos, incluyendo la capacidad de respirar, a menudo se usa para determinar si un paciente ha muerto.
Pero en algunos países, como en Italia, los doctores tienen que hacer escáneres del cerebro para detectar si aún hay alguna actividad eléctrica en otra parte del cerebro antes de declarar la muerte.
Y ha habido casos en los que se ha comprobado que eso ocurre: los escáneres que se le hicieron a pacientes declarados clínicamente muertos en un departamento de cuidados intensivos en Canadá mostraron que sus cerebros habían seguido trabajando, mostrando una actividad similar a la del sueño profundo, durante más de 10 minutos.
¿Estaban vivos todavía? ¿Una prueba de vida después de la muerte? ¿O sencillamente la electricidad se tarda más en apagarse?
En opinión de Citerio, la muerte del tronco del encéfalo significa la muerte, pues éste es responsable de la respiración, la circulación de la sangre y la consciencia.
Otros sin embargo apuntan que, por su naturaleza, la muerte no se presta a ser definida por una sola disciplina: hay que considerar otras como la metafísica, la sociología, teología además de la medicina.