Estados Unidos está empeñado en sacar a sus tropas de Afganistán. De hecho, cuando el presidente, Donald Trump, suspendió las negociaciones con los talibanes el pasado septiembre, la sorpresa no fue tanto que tomara esa decisión tras un atentado que mató a un soldado norteamericano, como descubrir que estaba a punto de escenificar el pacto en Camp David. La reanudación de los contactos en Doha apenas tres meses después refuerza esa idea. Pero el fin de la guerra más larga de EE UU no significa el fin del que la ONU considera “el conflicto más letal del planeta”. Si en lugar de comprometerse en un diálogo nacional los talibanes sienten la tentación de la victoria total, la violencia y la inestabilidad seguirán expulsando a los afganos de su país.
“Es una oportunidad histórica para acabar la guerra, pero no es seguro [que se logre]”, admitía el jefe negociador estadounidense, Zalmay Khalizad, durante una sesión del Foro de Doha a mediados de diciembre. Apenas tres días antes, Khalizad había anunciado una “pausa” en las conversaciones debido a un ataque talibán junto a la base de Bagram, la mayor de EE UU en Afganistán, que mató a dos afganos e hirió a varias decenas, incluidos cinco soldados de Georgia. Fue una acción especialmente osada recién reanudados los contactos tras la suspensión de septiembre, pero no excepcional.
Los talibanes no han renunciado a la violencia mientras negocian. Saben que juegan con cartas ganadoras y han demostrado que no pueden ser derrotados debido al enorme coste humano de la guerra entre la población. Dieciocho años después de que EE UU pusiera fin a su Emirato Islámico, controlan entre un 50% y un 70% de Afganistán, que han ido reconquistando poco a poco aprovechando la ausencia del Estado en las zonas rurales, sobre todo desde que la OTAN pusiera fin a su misión militar en 2014.
En esa guerra de desgaste se han hundido las esperanzas de 38 millones de afganos, en especial de los dos tercios que no han cumplido 25 años y no conocieron el régimen talibán. Más allá de los combates, la falta de inversiones y servicios, pero sobre todo la ausencia de oportunidades son fruto del conflicto que no cesa. El miedo a perder los avances logrados estos años, en libertad de expresión, acceso al mundo exterior (los talibanes prohibían la televisión) o derechos de las mujeres, angustia a la sociedad civil.
El gran interrogante es saber si el grupo-milicia que gobernó Afganistán entre 1996 y 2001 valiéndose de una versión extrema y ultrapuritana del islam está dispuesto a convertirse en un partido islamista (y competir por el poder según las reglas del juego de un sistema político plural). Hasta ahora, sus dirigentes han mantenido la ambigüedad. Aunque algunos han hecho declaraciones positivas sobre su deseo de paz, el poder compartido y la protección de los derechos dentro del marco islámico, siguen actuando como insurgentes para ganar territorio y como déspotas en el que controlan.
Cada reunión de Khalizad con los representantes talibanes despierta expectativas de que el pacto está cerca, algo que para Trump sería una baza ante las elecciones del próximo noviembre. “Hemos llegado a un acuerdo de principio con los talibanes sobre el marco para el arreglo: ellos se comprometen a que las áreas bajo su control no sirvan de base para grupos terroristas, a hablar con otros afganos para alcanzar un alto el fuego… Ahora estamos hablando de reducir la violencia”, explicaba el representante de EE UU en la capital de Qatar.
“El acuerdo entre EE UU y los talibanes aún no será un acuerdo de paz, aunque la disposición, o no, de los talibanes para otro alto el fuego temporal en torno a su firma señalará el grado de su voluntad y preparación para reducir las repercusiones de la violencia para la población”, advierte Thomas Ruttig, codirector de Afghan Analysts Network, que en sus tres décadas de experiencia en Afganistán ha sido asesor de la ONU, la UE y el Ministerio de Exteriores alemán. Este pacto debiera abrir la puerta para el segundo paso, las negociaciones de paz entre afganos, incluyendo al Gobierno, algo que los insurgentes han excluido hasta ahora. “Esto necesitará tiempo y paciencia”, subraya Ruttig.
De momento, los hechos resultan poco alentadores. UNAMA, la misión de la ONU para Afganistán, ha expresado su “grave preocupación por los niveles de violencia sin precedentes contra los civiles durante el tercer trimestre de 2019”, el último para el que ha publicado datos. Desde el 1 de julio al 30 de septiembre, se ha producido el mayor número de víctimas [muertos y heridos] desde que esa organización empezó a documentar de forma sistemática las bajas civiles en 2009. “A medida que avanzaban las conversaciones entre Estados Unidos y los talibanes en Doha, en julio y agosto, se disparó la violencia que causa víctimas civiles”, constata el informe. En total, el tercer trimestre dejó 1.174 muertos y 3.139 heridos, un 42 % más que el mismo periodo del año anterior.
“Ha sido un año excepcionalmente sangriento, tal vez el más sangriento; más gente está muriendo en Afganistán que en Siria, Yemen e Irak juntos. Así que pase lo pase en esas conversaciones, la esperanza es que sirvan para reducir la violencia. Al menos están intentando algo”, declara Graeme Smith, consultor para el International Crisis Group y antiguo oficial político de la ONU en Afganistán.
Además, el analista aprecia algunas tendencias en los datos de la ONU que apoyan la idea de que las negociaciones sí que están teniendo impacto sobre conflicto. Smith menciona el hecho de que durante la primera mitad de 2019, las víctimas civiles causadas por las fuerzas progubernamentales hayan superado por primera vez a las de los grupos antigubernamentales. Aunque en gran medida se ha debido al aumento de los bombardeos aéreos, también se redujo el número de atentados urbanos de la milicia.
“Los talibanes están intentando adaptar su estrategia, creando una atmósfera pública favorable a las conversaciones; el cambio en la segunda mitad muestra su frustración. Nunca antes habíamos visto esos números variar de forma tan dramática”, interpreta. Aun así, Smith reconoce que “queda por ver si un acuerdo se traducirá en que las dos partes reduzcan este nivel de enfrentamiento militar: EE UU dejando de bombardear las zonas rurales y los talibanes dejando de atacar las ciudades”.
El propio Khalizad se muestra cauto. “El compromiso de Estados Unidos con los talibanes es condicional, si no cumplen su parte, podemos dar marcha atrás”, advertía en el Foro de Doha. “Vamos a trabajar con nuestros aliados para verificarlo. No nos fiamos de ellos, eso es obvio”.
Fuente: El país