ELÍAS CAMHAJI
Médicos, psicólogos y religiosos se enfrentan a la muerte en los hospitales de México, la última trinchera frente a la pandemia del coronavirus
El cura estaba nervioso. Andrés Esteban López entró a la zona gris, la última frontera física que separa al área más infecciosa del hospital de un mundo exterior que se aferra a la normalidad. Se empezó a poner el equipo y por un momento olvidó todas las instrucciones de seguridad que le habían dado. Después vino el miedo y se quedó en blanco. Oró un momento en silencio y pasó a la siguiente habitación. Los médicos y enfermeras se paralizaron por un momento y se le quedaron viendo. Como si le dijeran: “¿Y este hombre qué hace aquí? Todo mundo quiere salir de aquí, pero usted quiere entrar”.
“Jamás en la vida pensé que me iba a vestir de astronauta para llevar este sacramento”, recuerda el cura. Y entonces empezó a predicar. “Para que termine esta pandemia, te rogamos, óyenos”. Las oraciones de López pedían la salvación de los agonizantes. El eterno descanso para los fieles difuntos. Fe y fortaleza para el personal sanitario. Y la sensación de incomodidad y el miedo se esfumaron.
La pandemia ha trastocado rutinas y vidas, pero también la relación de cientos de miles de personas con la muerte y la enfermedad. El pasado 1 de mayo, un grupo de familiares irrumpió en el Hospital de las Américas de Ecatepec, en la periferia de Ciudad de México. Desesperados por no poder ver a sus pacientes, aún sin poder creer que habían muerto de coronavirus, los deudos atacaron a médicos y enfermeras, llegaron al patio trasero del sanatorio y abrieron, una tras otra, 25 bolsas de cadáveres para buscarlos. “¡Ahí están, ahí están!”, gritaban angustiados. “Mi hijo estaba bien, yo lo traje bien, abrí la bolsa para saber que era él”, insistía la madre de uno de los fallecidos.
“El coronavirus ha roto con el esquema de duelo normal”, señala Patricia Solís, del Instituto Mexicano de Tanatología. “Una de mis pacientes llevó a su padre al hospital y cuando estaban a punto de ingresarlo, él se volteó para despedirse”, cuenta Solís, “los protocolos le impedían abrazarla, pero le dijo unas palabras y se fue”. Como en Ecatepec, los enfermos más graves de covid-19 entran al hospital sin saber si van a salir. La evolución de la enfermedad se vive con incertidumbre, sin visitas de por medio. Y la realidad de la familia cambia súbitamente. Todo empieza con la negación y el enojo, pero de alguna forma el ciclo no cierra hasta la aceptación, explica la tanatóloga. ¿Es mi hijo el que está en la bolsa, en la urna? ¿Podré confrontarme a la muerte sin un velorio? ¿Tendré fuerza para seguir adelante lejos de mi familia y mis amigos?
“La muerte es un tabú”, afirma Solís. “Los mexicanos tenemos una relación única con la muerte durante el Día de Muertos y el Día de los Santos Difuntos, el resto del año somos igual de vulnerables que el resto del mundo”, añade la especialista. Después del tabú viene la cuarentena, la apremiante llegada del virus desde el extranjero, el desgaste emocional por la sobrexposición a las noticias y a la tragedia, la confusión de no saber qué pasa, la esperanza de que a uno no le pase. Y luego pasa. “No hay un plan de qué hacer si nos contagiamos, no hay un plan ante la muerte, nos da mucho miedo hablar de estas cosas”, resume la psicoterapeuta.
Los médicos y enfermeras no están exentos de ese miedo. En el paradigma contemporáneo, cuando la Medicina contaba con la mayor cantidad de medios para prolongar la vida de un paciente, apareció un virus ínfimo que multiplicó los dilemas éticos, apunta Carlos Viesca, profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México. “Si tengo pocos recursos y muchos pacientes, ¿le doy todos los recursos que pueda a un paciente crítico?”, reflexiona Viesca, “si no existe un tratamiento específico, ¿es correcto que yo pruebe algo nuevo con él? ¿Le puedo garantizar calidad de vida? ¿Puedo salvarlo o tengo que ayudarlo a morir sin dolor? ¿Estoy seguro de que hice todo lo que pude para ayudarlo?”.
“Cuando se te muere uno de ellos, el golpe es terrible”, admite Viesca. El médico tiene que decidir en cuestión de segundos, antes de terminar de revisar al paciente y empezar con el próximo. En un contexto así, la antigua relación entre médico y paciente se difumina. “Empieza una crisis de confianza, una desconfianza terrible por la falta de esa dimensión humana con los familiares y los enfermos”, agrega el doctor.
En el hospital, el padre López tiene que dar la absolución o la extremaunción a cada paciente en tres minutos. En un país donde nueve de cada diez personas son católicas, según el último censo, otras religiones también han tenido que adaptarse. El rabino Nisim Betech ha tenido que cambiar el sombrero y su sobrio traje negro por el pijama quirúrgico por primera vez en 20 años. Betech es parte de la jebrá kadishá de la comunidad Monte Sinaí, un grupo altruista que se encarga de todos los trámites funerarios, desde recoger el cuerpo hasta dar acompañamiento religioso a los deudos. “Nos pidieron que fuéramos lo más rápidos que se pudiera”, explica el rabino de 37 años y lo que antes tomaba un par de horas, hoy se hace en una.
El confinamiento ha dado un vuelco a la shivá, los siete días del luto judío en los que los deudos reciben a amigos y familiares, que ahora ya no pueden ir. Tampoco se puede recitar el kadish, una oración fundamental en el judaísmo, por la falta del cuórum mínimo de 10 personas para decirlo. “Hay gente que ha tenido que vivir su duelo por Zoom, pero el coronavirus no cambia esos sentimientos de dolor”, señala Betech. “Algunos sufren esa falta de cercanía, pero otros logran tener un vínculo más estrecho, con los que realmente eran más cercanos”, agrega el rabino.
Entre confesionarios adaptados a la emergencia y funerales virtuales para prepararse para la vida eterna, los ministros luchan por preservar la esencia de sus religiones y ofrecer un acompañamiento espiritual ante la pérdida. “Es más difícil trabajar con los deudos que con los muertos”, admite Betech.
“Tal vez no podamos remediar toda la amargura por esta pandemia, pero quizá podamos dar un signo de esperanza”, dice en tono reflexivo López. Cuando él y otros dos sacerdotes de la parroquia de la Sagrada Familia regresaron el jueves pasado al Hospital General se sintieron más tranquilos. No había cura, pero había esperanza. Se encontraron con botellas de agua y rollos de papel higiénico llenos de mensajes. Era la única forma en la que los familiares podían entablar contacto con sus pacientes. Y en el Hospital de las Américas de Ecatepec, un día después de los disturbios, se pusieron tabletas para que las familias los pudieran ver. “Cuando el ser humano se enfrenta a algo así, todo esto vale para enfrentar el dolor”, afirma Solís. “Quizá no es lo que imaginábamos, pero al menos es un cierre”, concluye la especialista.
Fuente: El País