Grigori Zinoviev (1883-1936) fue uno de los primeros líderes pata negra de la revolución rusa ejecutado en las purgas de los años 30. Días después de su asesinato, en una cena del círculo de poder más próximo a Stalin, Karl Paker, jefe de seguridad del líder soviético, imitó las súplicas desesperadas por su vida que supuestamente habría hecho Zinoviev segundos antes de ser fusilado. A Stalin le entró tal ataque de risa que tuvo que pedir a Paker que parara.
En la época de las purgas y tras la guerra, las cenas de Stalin se convirtieron en un teatro en que, entre litros de alcohol y bromas macabras, se tomaban grandes decisiones de Estado y se sellaba el destino de miles de personas; un escenario, dominado por la paranoia, en que un desliz insignificante podía suponer el fin de una carrera política. O algo peor.
Stalin celebró casi 50 lujosos banquetes en el Kremlin entre 1935 y 1945, algunos para miles de personas
El historiador ruso Vladimir Nevezhin publicó en 2011 un libro en el que repasa los 47 grandes banquetes ofrecidos por el Vohzd entre 1935 y 1949, con la excepción del período 1941-1945, en que no hubo celebraciones de este tipo. Nevezhin contabiliza cenas en el Kremlin para entre 500 y 2.000 invitados que, pese a las penalidades de esos años, se caracterizaban por su suntuosidad. Las había de todo tipo: las que conmemoraban fechas señaladas del santoral socialista, como el aniversario de la Revolución, y otras que celebraban eventos especiales.
Entre estas últimas, el economista Branko Milanovic publicó recientemente un artículo en el que cuenta una anécdota sobre un banquete ofrecido a los mejores aviadores de la URSS, gremio cuyas hazañas, al parecer, ponía de excepcional buen humor al líder soviético. Según cuenta Milanovic, Stalin hizo llamar a su mesa a una docena de aviadores y los abrazó y besó uno por uno, tras lo cual todo el politburó presente imitó sin titubear su gesto. El resultado fue una acumulación de efusivos besos y abrazos que, tal como expilca Milanovic, “habría sido inimaginable para los estándares occidentales”
En otra ocasión, las autoridades soviéticas ofrecieron un banquete a una delegación nazi con motivo del pacto de no agresión entre ambas potencias. Antes de empezar la cena, el ministro de exteriores, Viacheslav Molotov, brindó 22 veces por sus huéspedes. Cuentan que cuando los alemanes se disponían a probar el primero de los 24 platos del menú, un achispado Molotov aún intentó empezar a brindar por cada uno de los jerarcas ausentes.
De las 21 personas que se sentaron en la mesa presidencial en 1937 y 1938, ocho fueron fusiladas y dos se suicidaron
Aquellos lujosos eventos contrastaban con el color gris de la vida de la calle, pero, además, ocultaban otra realidad, la de las purgas y la persecución de supuestos disidentes o miembros del partido caídos en desgracia. En condiciones normales, en un régimen dictatorial, estar en la mesa presidencial junto al líder hubiera sido un gran privilegio, pero, dentro del clima de la segunda mitad de los años 30, no suponía ninguna garantía de quedar al margen de las purgas. De las 21 personas que se sentaron con Stalin en esa mesa entre 1937 y 1938, ocho fueron fusilados y a otros dos no les quedó más salida que suicidarse.
Uno de los ejemplos que destaca Nevezhin es el de Stanislav Kosior, miembro del politburó y secretario general del Partido Comunista de Ucrania, que en esos dos años cenó en cinco ocasiones con el Vozhd; en agosto de 1938 su esposa fue fusilada y poco después él mismo fue detenido, para ser ejecutado en 1939.
Es algo parecido a lo que le ocurrió a Nikolai Bujarin, quien, desde la dirección del periódico Izvestia, escribía en esos años grandes loas a Stalin correspondidas por el dictador con brindis públicos en su honor, y que terminó ejecutado en 1938, al mismo tiempo que otro ilustre, Alexei Rikov, antiguo primer ministro -un cargo meramente nominal- conocido también como rikovka, por su afición al vodka. El propio Nikolai Yezhov, brazo ejecutor -a veces literalmente- de las purgas, fue torturado y fusilado en febrero de 1940.
Al margen de los espectaculares banquetes, había otro tipo de cenas reservadas a un grupo más selecto de líderes soviéticos, pero ni siquiera estar en ese núcleo duro del régimen aseguraba una vida plácida. El historiador Simon Sebag Montefiore publicó hace unos años La corte del zar rojo (Crítica), donde relata, gracias a la información de testimonios orales y escritos, algunos de los más escabrosos entresijos de los años de Stalin.
De toda la descripción de este autor -que este año ha publicado en castellano Escrito en la historia: Cartas que cambiaron el mundo (Crítica)- resulta particularmente perturbador el clima de tensión que reinaba entre los líderes soviéticos en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra mundial, cuando las paranoias del Vozhd alcanzaron su más alto nivel, lo que acabó creando un ambiente de odio y desconfianza entre los jerarcas. “El peligro acechaba en los amigos -escribió el hijo de Nikita Jrushchov, Sergei-. Una reunión inocente podía tener un final trágico”.
Stalin había tenido que moderar su consumo de alcohol por consejo médico tras sus tremendas borracheras de 1944-45 -¡en plena guerra!-, pero eso no quería decir de ningún modo que los demás tuvieran que mantenerse sobrios. En esas cenas privadas, “nos obligaba a beber hasta que teníamos la lengua de trapo”, recordó tiempo después Anastas Mikoyán, que llegó a ser viceprimer ministro durante la guerra. Uno de los juegos favoritos del líder soviético era el de intentar adivinar la temperatura: en una ocasión, Laurenti Beria, el poderoso jefe del aparato de seguridad soviético se equivocó por tres grados y tuvo que beber tres vodkas de una tacada.
Pero en otras muchas ocasiones era precisamente la siniestra a mano derecha de Stalin quien se encargaba de que corriera el alcohol y de que ninguno de los miembros de la camarilla del Vozhd se librara de agarrar una contundente borrachera, ni de humillarse ante ambos. En muchos casos, cuenta Sebag Montefiore, “se bebía tanto en aquellas bacanales que los jerarcas (…) tenían que salir dando trompicones de la habitación para ir a vomitar”. Algunos sobornaron a una camarera para que les sirviera agua coloreada. Cuando se enteró, Stalin advirtió a Mikoyán: “Quieres ser más listo que los demás ¿verdad? Ten cuidado, no vayas a tener que lamentarlo más tarde”.
En las cenas privadas, los jerarcas soviéticos tenían que soportar las burlas de Stalin y Beria
La humillación, efectivamente, era uno de los grandes objetivos de esas cenas “cuyo nivel se parecía al de una despedida de solteros de hombres de Neandertal”, explica Sebag Montefiore. Algunos de los miembros del núcleo duro del poder se convertían en el centro de las bromas. Beria la emprendía, por ejemplo, con Mikoyán, a quien metía tomates maduros dentro de la chaqueta para luego acorralarle contra la pared y provocar así que reventaran.
En una ocasión Nikita Jrushchov llevó, para su escarnio, un buen rato un papel que Beria le había pegado en la espalda y donde se podía leer “gilipollas”. Y Molotov tuvo que soportar la burla general después de haberse sentado sobre un tomate. Mientras este último llevaba como podía esas peculiares reuniones sociales, su esposa Polina, de la que había sido obligado a divorciarse, languidecía en un gulag .
Tras aquellas cenas interminables, Stalin ofrecía a los jerarcas la posibilidad -en realidad era una oferta irrechazable- de acompañarle a la sala de proyecciones para ver una película. Allí les esperaba un aterrorizado Ivan Bolshakov, ministro de Cinematografía, cuyos dos antecesores habían sido fusilados en las purgas. Su misión era decidir qué película proyectar y cruzar los dedos para acertar ante el humor siempre cambiante del líder soviético. En muchas ocasiones, Stalin le pedía películas en inglés que él traducía simultáneamente… aunque sin saber el idioma. En realidad, al Vozhd casi le gustaba más ver cómo aquel hombre, azorado, trataba de salir del aprieto que las películas en sí.
Después de la muerte de Stalin, algunos de aquellos hombres se tomaron la revancha con Beria, ya que no pudieron o no se atrevieron durante la vida del líder. Jrushchov, que había sido objeto de sus burlas y humillaciones encabezó la operación que apartó del poder y que a la postre terminó con la ejecución del antes temible georgiano. Fue una maniobra en la que también participó otra de las víctimas de aquellas cenas, Molotov. La esposa de este último sería liberada de su reclusión en el gulag inmediatamente después del fallecimiento del Vozhd. A pesar de todo, ambos seguirían siendo férreos estalinistas hasta su muerte.
El líder soviético forzó el divorcio del matrimonio Molotov y envió a Polina al gulag; pese a todo siguieron siendo fervientes estalinistas.
Fuente: La Vanguardia