Selam Gebrekidan, Matt Apuzzo, Catherine Porter y
En el sopor vespertino de una tarde de diciembre, ocho infantes de la Marina estadounidense ingresaron a la sede del banco nacional de Haití y salieron con 500.000 dólares en oro, empacados en cajas de madera.
Llevaron el botín en un remolque hasta la orilla y pasaron frente a los soldados estadounidenses vestidos de civil que vigilaban a lo largo de la ruta. Una vez en el agua, cargaron las cajas y se dirigieron a toda velocidad a una lancha de guerra que los esperaba.
En pocos días, el oro estaba en la caja fuerte de un banco de Wall Street.
La operación ocurrió en 1914 y fue precursora de la invasión a gran escala de Haití. Las fuerzas estadounidenses tomaron el país el verano siguiente y lo gobernaron con fuerza bruta durante 19 años, una de las ocupaciones militares más largas de la historia de Estados Unidos. Incluso después de que los soldados se marcharan en 1934, Haití siguió bajo el control de las autoridades financieras estadounidenses que movieron los hilos del país durante otros 13 años.
Estados Unidos declaró que la invasión de Haití era necesaria. Según su justificación, el país era tan pobre e inestable que, si Estados Unidos no se hacía cargo, lo haría otra potencia, nada menos que en el patio trasero de Estados Unidos. El secretario de Estado, Robert Lansing, también describió la ocupación como una misión civilizadora para acabar con la “anarquía, el salvajismo y la opresión” en Haití, convencido de que, como escribió una vez, “la raza africana carece de toda capacidad de organización política”.
Pero décadas de correspondencia diplomática, informes financieros y registros de archivo revisados por The New York Times muestran que, más allá de las explicaciones públicas, había otro actor que también presionaba con fuerza a Estados Unidos para que interviniera y tomara el control de Haití por la riqueza que prometía: Wall Street y, en particular, el banco que luego se convirtió en Citigroup.
Bajo la fuerte presión del National City Bank, predecesor del Citigroup, los estadounidenses hicieron a un lado a los franceses y se convirtieron en la potencia dominante en Haití durante las siguientes décadas. Estados Unidos disolvió el parlamento de Haití a la fuerza, mató a miles de personas, controló sus finanzas durante más de 30 años, envió una gran parte de sus ganancias a banqueros de Nueva York y dejó a un país tan pobre que los agricultores que ayudaron a generar los beneficios a menudo vivían con una dieta “cercana al nivel de inanición”, según determinaron funcionarios de las Naciones Unidas en 1949, poco después de que los estadounidenses soltaran las riendas.
“Yo ayudé a que Haití y Cuba fueran un lugar decente para que los chicos del National City Bank recolectaran ganancias”, escribió en 1935 el mayor general Smedley Butler, líder de la fuerza estadounidense en Haití, describiéndose a sí mismo como un “extorsionista para el capitalismo”.
Durante más de un siglo, Haití ha sido calificado como un desastre, un caso perdido, un lugar tan desamparado, endeudado, carente y sin ley que necesita ser salvado todo el tiempo. El asesinato del presidente en su habitación, los secuestros en la capital, las oleadas de inmigrantes haitianos que se dirigen a Estados Unidos, todo apunta a un país en un vórtice de desesperación interminable que las grandes potencias del mundo, ya sea con tropas o con toneladas de ayuda, no han conseguido arreglar.
Sin embargo, los documentos y registros financieros que recabó este diario en Haití, Estados Unidos y Francia muestran a qué grado la miseria de Haití ha sido ocasionada desde afuera y cuán a menudo la intervención ha sido presentada como una mano amiga.
Para cuando las fuerzas estadounidenses llegaron en el verano de 1915, Haití ya había pasado más de medio siglo entregando una enorme porción de sus escasos ingresos a Francia. Aunque los haitianos derrocaron a sus esclavistas franceses, a las fuerzas de Napoleón y declararon su independencia en 1804, los buques de guerra franceses regresaron a las costas haitianas décadas después, para exigir enormes cantidades de efectivo bajo la amenaza de la guerra.
Haití se convirtió en el primero y único país donde los descendientes de personas esclavizadas pagaron reparaciones durante generaciones a las familias de los propietarios esclavistas, lo cual obstaculizó su capacidad para construir una nación casi desde su nacimiento.
Después vinieron los banqueros franceses, con el ofrecimiento de préstamos a un país diezmado por décadas de pagos a Francia. Se llevaron tanto en comisiones, intereses y cargos que, en unos años, los beneficios de sus accionistas franceses fueron mayores que el presupuesto de obras públicas del gobierno haitiano para todo el país.
Luego vinieron los estadounidenses, que a veces hacían pasar su intervención por una manera de defender la “soberanía” haitiana. Y al igual que para las generaciones de banqueros parisinos, Haití resultó rentable para Wall Street. En su audiencia ante la Comisión de Finanzas del Senado en 1932, el National City Bank dijo que obtuvo uno de sus mayores márgenes durante la década de 1920 gracias a la deuda que controlaba en Haití.
En la actualidad, Citigroup casi ha eliminado de su perfil público toda esa historia. Haití apenas se menciona en su cronología oficial. La empresa se negó a facilitar el acceso a sus archivos y dijo que no logró encontrar ninguna información sobre algunos de sus mayores préstamos a Haití.
Sin embargo, según casi dos decenas de informes anuales publicados por funcionarios estadounidenses y revisados por el Times, una cuarta parte de los ingresos totales de Haití se destinó a pagar deudas controladas por el National City Bank y su filial en el transcurso de una década, casi cinco veces la cantidad gastada en escuelas gestionadas por el gobierno en Haití durante ese tiempo.
Y en el transcurso de algunos años, los funcionarios estadounidenses que controlaban las finanzas de Haití gastaron más dinero en sus propios salarios y gastos de lo que destinaron a la salud pública de toda la nación, de unos dos millones de habitantes.
“Hemos estado bajo el dominio absoluto” de Estados Unidos, declaró Georges Léger, un abogado haitiano, ante los senadores estadounidenses en 1932, para explicar lo mucho que los haitianos resentían el control financiero y político de su país “solo para satisfacer a un grupo de banqueros de Nueva York”.
Al principio, muchos legisladores estadounidenses no querían saber nada de Haití y se negaban rotundamente a reconocer su independencia. Aunque los haitianos habían luchado junto a los estadounidenses durante la guerra de Independencia, Estados Unidos se negó a reconocer a Haití durante casi seis décadas, por temor a que pudiera inspirar a las personas esclavizadas a sublevarse y derrocar a los propietarios esclavistas en el sur de Estados Unidos.
Pero a principios del siglo XX, a medida que la huella estadounidense se ampliaba en el hemisferio, los estadounidenses vieron un imperativo… y una oportunidad. Querían reducir la influencia europea en la región, en particular la alemana, pero también reconocieron lo que los franceses habían sabido desde el principio: había mucho dinero de por medio.
Los historiadores siguen debatiendo el legado de la invasión estadounidense y cómo moldeó, o sigue moldeando, el Haití de hoy. Algunos le atribuyen a la ocupación el mérito de imponer orden en Haití en una época de violencia y golpes de Estado, mientras que otros señalan que los estadounidenses aplastaron la disidencia, dispararon contra manifestantes civiles, cometieron ejecuciones extrajudiciales e impusieron la ley marcial durante un largo periodo.
Algunos historiadores citan ganancias tangibles, como hospitales, unos 1300 kilómetros de carreteras y una administración pública más eficiente, pero también señalan que los estadounidenses recurrieron a los trabajos forzados, en los que los soldados ataban a civiles con cuerdas, los obligaban a trabajar sin remuneración y disparaban contra los que intentaban huir.
Otros afirman que la expropiación estadounidense de tierras en Haití desencadenó una de las crisis más intrincadas que asolan el hemisferio en la actualidad: la enorme migración de haitianos a países de toda la región.
Los expertos de las Naciones Unidas que visitaron el país a finales de la década de 1940, poco después del fin del control financiero estadounidense, encontraron una nación empobrecida “con un rezago aún mayor que el de otros países y territorios de la región”. La mayoría de los pueblos no tenían luz, alcantarillado ni calles pavimentadas. Solo uno de cada seis niños iba a la escuela.
Los funcionarios financieros estadounidenses se habían centrado tanto en pagar los préstamos de Haití —incluidos los que Estados Unidos había impuesto al país a pesar de las fuertes objeciones— que una comisión designada por el presidente Herbert Hoover para investigar la ocupación cuestionó “la sabiduría de este curso.”
“Podría haber sido mejor”, decía su informe en 1930, haber mantenido “más dinero en el país donde la experiencia ha demostrado que era muy necesario”.
Más de un siglo después de la llegada de las fuerzas norteamericanas, Estados Unidos sigue siendo un elemento permanente de la política haitiana. Washington ha apoyado a los sucesivos presidentes, a veces incluso a los Duvalier, los dictadores, padre e hijo, que gobernaron durante casi tres décadas tras la ocupación. Jovenel Moïse, el presidente que fue asesinado en su habitación el pasado mes de julio, también gozó del respaldo público de dos presidentes estadounidenses a pesar de las crecientes pruebas de los abusos de su gobierno, lo que enfureció a quienes se oponían a su régimen autocrático.
Cuando el diplomático estadounidense de mayor rango en Haití, Daniel Foote, renunció a su cargo el año pasado, condenó el maltrato estadounidense contra los refugiados haitianos a golpe de látigo. Pero también mencionó un argumento que no recibió la misma atención: que la intervención extranjera había tenido consecuencias desastrosas en Haití.
“Lo que nuestros amigos haitianos realmente quieren, y necesitan, es la oportunidad de trazar su propio camino, sin la manipulación internacional”, escribió Foote.
‘Perjudicial para los intereses estadounidenses’
“Tomemos la delantera”, dijo a sus compañeros legisladores Robert Y. Hayne, senador por Carolina del Sur en 1826: la independencia de Haití era un tema que “la paz y la seguridad de gran parte de nuestra Unión no nos permite siquiera mencionar”.
Durante décadas, a los hacendados del sur les había preocupado Haití, la primera nación del mundo moderno que emergió de un pasado esclavista, y Hayne era un emisario natural de sus temores: un defensor acérrimo de la esclavitud que había nacido en una plantación de arroz y que llegó a esclavizar a 140 personas.
Fue fiscal general del estado durante la fallida insurrección de personas esclavizadas liderada por Denmark Vesey, un hombre libre de las Indias Occidentales, y al igual que algunos de sus contemporáneos, Hayne creía que reconocer a Haití —o incluso debatir sobre la esclavitud— “pondría en peligro nuestros más queridos intereses”.
“Nuestra política con respecto a Haití es clara”, declaró en su discurso ante el Congreso. “Nunca podremos reconocer su independencia”.
Solo durante la guerra de Secesión, después de que los estados del sur abandonaron la Unión, el presidente Abraham Lincoln reconoció a Haití. Lo vio, junto con Liberia, como un destino viable para los hombres libres de Estados Unidos y envió a algunos cientos de ellos allí para establecer un asentamiento.
En los primeros años del siglo XX, Haití se encontraba en el nexo de múltiples intereses estadounidenses. Estaba al otro lado del mar Caribe desde el canal de Panamá, que estaba en construcción. Estados Unidos había tomado el control de Puerto Rico y se invirtieron grandes cantidades de dinero en las plantaciones de azúcar en Cuba. Los impuestos de importación y exportación en la República Dominicana, que comparte una isla con Haití, estaban bajo control estadounidense.
Los franceses seguían ejerciendo su influencia en Haití, pero en 1910, Estados Unidos vio la oportunidad de abrirse paso: la reestructuración del banco nacional de Haití.
El banco era nacional solo de nombre; estaba controlado por su consejo de administración en París y había sido creado en 1880 por el banco francés Crédit Industriel et Commercial para darles beneficios inmensos a sus inversores y accionistas franceses. Controlaba el tesoro de Haití —el gobierno haitiano ni siquiera podía depositar o gastar dinero sin pagar comisiones—, pero las autoridades haitianas acabaron por acusar al banco nacional de fraude y encarcelaron a algunos de sus empleados.
A medida que aumentaba la desconfianza de los haitianos hacia el banco nacional, los inversionistas franceses y alemanes se apresuraron a reestructurarlo bajo una nueva propiedad europea. Estados Unidos puso el grito en el cielo: el Departamento de Estado calificó la propuesta de amenaza no solo para Estados Unidos, sino también para el bienestar y la independencia del pueblo haitiano.
Un alto funcionario del Departamento de Estado arremetió contra el acuerdo de 1910 por considerarlo “tan perjudicial para los intereses estadounidenses y tan despectivo para la soberanía de Haití” que no podía permitirse.
El secretario de Estado estadounidense, Philander Knox, invitó a algunos bancos de Wall Street a Washington y los animó a invertir en el banco nacional de Haití. Cuatro bancos estadounidenses, entre ellos el National City Bank de Nueva York, compraron una parte importante de las acciones del banco. Otra parte fue a parar a un banco alemán. Pero la mayor parte se quedó en París.
Ningún haitiano tenía una participación de control. El Banco Nacional de la República de Haití estaba, una vez más, bajo el mando de extranjeros.
“Fue la primera vez en la historia de nuestras relaciones con Estados Unidos en la que intervinieron de manera tan manifiesta en nuestros asuntos”, escribió Jean Coradin, historiador haitiano y exembajador ante las Naciones Unidas.
Poco después de su creación, el nuevo banco nacional hizo lo mismo que su predecesor: cobrar al gobierno por cada depósito y gasto, mientras generaba grandes beneficios para sus accionistas en el extranjero. También concedió un préstamo al gobierno haitiano. Una vez deducidas las comisiones y los beneficios, Haití recibió unos nueve millones de dólares, pero aun así tuvo que pagar el valor nominal completo de casi 12,3 millones de dólares.
Los haitianos empezaron a preguntarse qué políticos habían sido sobornados para conseguir un acuerdo tan malo y el banco se hizo tan poderoso que un presidente haitiano se preguntó públicamente si su país había cedido su independencia.
A los accionistas franceses les inquietaba el creciente control estadounidense y con buena razón. La inversión estadounidense en el banco nacional fue el comienzo de la campaña estadounidense para expulsarlos de Haití y hubo un hombre en particular que la alentó.
El reclamo del oro
Roger Leslie Farnham había sido periodista y se había convertido en cabildero cuando el National City Bank lo contrató en 1911.
Su misión consistía en defender los intereses del banco en el extranjero y Haití fue una de sus primeras escalas. Atravesó el país en caballos que importó de Wyoming y, en el camino, se convirtió en la fuente más fiable del gobierno estadounidense sobre Haití.
Farnham, ya conocido en Washington por sus maquinaciones para persuadir al Congreso a fin de que eligiera a Panamá para el canal, acudía con frecuencia al Departamento de Estado y era muy cercano a William Jennings Bryan, el secretario de Estado del presidente Woodrow Wilson.
Bryan no sabía mucho sobre la nación caribeña. Así que, en 1912, invitó a John H. Allen, un gerente del banco nacional de Haití que llegó a ser vicepresidente del National City Bank, a “contarme todo lo que hay sobre Haití”.
Según el relato de Allen sobre la reunión, Bryan quedó sorprendido por lo que escuchó. “¡Caramba, piénsalo! Negros hablando en francés”, relata Allen que dijo el secretario de Estado.
Aunque Bryan había expresado su hostilidad hacia Wall Street en las campañas políticas y declaró: “No crucificaréis a la humanidad en una cruz de oro”, confiaba en el consejo de Farnham. Los dos hombres se reunieron en Washington, intercambiaron telegramas y se escribieron cartas confidenciales. Llegaron a estar tan unidos que Bryan pedía la aprobación de Farnham para las nuevas contrataciones del gobierno.
Farnham utilizó esta relación para ejercer presión para invadir Haití con el fin de asegurar los intereses comerciales de Estados Unidos, y atrajo la atención de Washington al plantear el espectro de una toma de poder por parte de Alemania. En ese momento, la huella del National City Bank en el país se estaba expandiendo y Wall Street comenzó a ejercer su influencia sobre los líderes de Haití mediante la retención del dinero que controlaba en el banco nacional.
En los meses siguientes, el Departamento de Estado adoptó lo que los diplomáticos llamaron el “Plan Farnham”, en el que se establecía que Estados Unidos controlaría los impuestos de importación y exportación de Haití, una fuente vital de ingresos para el país.
Aunque los estadounidenses seguían siendo accionistas minoritarios del banco nacional, Farnham declaró ante el Congreso que Francia había quedado muy mermada por la Primera Guerra Mundial como para dirigirlo, por lo que “la gestión activa se ha realizado desde Nueva York”. El Departamento de Estado redactó un convenio basado en el plan de Farnham y lo envió a él para que ayudara a ejecutarlo.
Los legisladores haitianos arremetieron contra su ministro de Relaciones Exteriores por el acuerdo. Lo acusaron de “intentar vender el país a Estados Unidos” e incluso intentaron descargar su furia mediante “duros golpes”, que lo obligaron a huir de la Asamblea Nacional “en medio de la más desenfrenada excitación”, según un telegrama del Departamento de Estado.
El banco nacional los hizo pagar por su atrevimiento: retuvo los fondos, y el gobierno de Haití, que ya se tambaleaba por la agitación política y económica, se volvió aún más inestable. El país cambió de presidente cinco veces en tres años durante sucesivos golpes de Estado, algunos de ellos financiados por comerciantes alemanes que operaban en Puerto Príncipe, según dijeron en aquel entonces funcionarios estadounidenses.
Después, en diciembre de 1914, el Departamento de Estado intervino con más fuerza. Bryan autorizó la operación de los infantes de Marina mediante la cual se incautaron 500.000 dólares en oro tras una consulta de última hora con Farnham.
El gobierno haitiano estaba indignado y dijo que la operación era un robo descarado de los fondos del banco central, además de una “invasión flagrante de la soberanía” de una nación independiente. Pero Estados Unidos se encogió de hombros ante la queja, con el argumento de que había tomado el oro para proteger “los intereses estadounidenses que estaban bajo un gran peligro”.
Los historiadores observan que los políticos y financieros estadounidenses no siempre coincidían en sus posturas. “La relación entre Wall Street y Washington era compleja”, dijo Peter James Hudson, profesor asociado de la Universidad de California en Los Ángeles que imparte las materias de Estudios Afroestadounidenses e Historia, quien ha escrito un recuento de las acciones de Wall Street en el Caribe. “Hay mucha confabulación, pero a veces es contradictoria”.
En ocasiones, Bryan vaciló sobre el papel de Estados Unidos en Haití. Creía que Haití necesitaba la tutela estadounidense, pero se resistía a ser una herramienta para Wall Street. “Tal vez haya motivos suficientes para intervenir, pero no me gusta la idea de una injerencia forzosa por motivos puramente comerciales”, le escribió al presidente Wilson.
Pero Farnham insistió y lanzó lo que el historiador Hans Schmidt llamó una amenaza: todas las empresas estadounidenses abandonarían Haití, advirtió Farnham, a menos que el gobierno de Estados Unidos interviniera para proteger sus intereses.
Al final, Bryan le escribió a Wilson a favor de la invasión.
“Los intereses estadounidenses están dispuestos a permanecer allí, con miras a comprar una participación de control y convertir el banco en una sucursal del banco estadounidense”, afirmó. “Están dispuestos a hacerlo siempre y cuando este gobierno tome las medidas necesarias para protegerlos”.
‘El triunfo del lobo’
En julio de 1915, una turba iracunda sacó a rastras al presidente haitiano del Consulado francés y lo asesinó, como parte de la agitación política que Wall Street temía y que, según algunos historiadores, empeoró al retener el dinero del tambaleante gobierno haitiano y confiscar el oro.
Los soldados estadounidenses ocuparon el país ese mismo día.
La invasión siguió un plan detallado concebido por la Marina de Estados Unidos un año antes. El ejército estadounidense tomó la oficina presidencial y las aduanas que manejaban los impuestos de importación y exportación.
Los estadounidenses instalaron un gobierno títere y para el otoño de ese mismo año, Haití había firmado un tratado que otorgaba a Estados Unidos el control financiero total. Estados Unidos nombró a funcionarios de su país, a los que llamaron asesores, pero el término apenas transmitía su verdadero poder: supervisaban la recaudación de ingresos de Haití y aprobaban, o denegaban, sus gastos.
La ley marcial se convirtió en la norma del país. Los periódicos privados fueron amordazados y los periodistas encarcelados.
Los estadounidenses justificaron la invasión con el argumento de que Haití estaba destinado a caer en manos de europeos, en particular de Alemania.
“Si Estados Unidos no se hubiera hecho cargo, alguna otra potencia lo habría hecho”, declaró después el secretario de Estado Lansing, quien había sustituido a Bryan un mes antes de la ocupación.
Lansing también estaba cegado por los prejuicios raciales. En una ocasión, escribió que los negros eran “ingobernables” y que tenían “una tendencia inherente a volver al salvajismo y a dejar de lado los grilletes de la civilización que son molestos para su naturaleza física”.
El racismo determinó muchos aspectos de la ocupación. Muchos de los administradores nombrados por Estados Unidos procedían de estados del sur y no ocultaban su manera de ver la vida.
John A. McIlhenny, un heredero de la fortuna de la salsa Tabasco de Luisiana que había luchado en el regimiento de caballería de voluntarios conocido como Rough Riders (“Jinetes Duros”, en español) comandada por Theodore Roosevelt durante la guerra hispano-estadounidense, fue nombrado asesor financiero de Estados Unidos en 1919, con amplia autoridad sobre el presupuesto de Haití.
En una comida oficial antes de su nombramiento, McIlhenny no podía apartar la mirada de un ministro del gobierno haitiano porque, como le dijo más tarde a Franklin D. Roosevelt, “ese hombre habría alcanzado 1500 dólares en una subasta en Nueva Orleans en 1860 para ser un semental”.
Poco después de la ocupación, los supervisores estadounidenses comenzaron a construir carreteras para conectar el interior montañoso de Haití con su costa. Para ello, resucitaron la corvée, una ley haitiana del siglo XIX sobre el trabajo en régimen de servidumbre.
Según la ley, los ciudadanos estaban obligados a trabajar en proyectos de obras públicas cercanos a sus hogares durante algunos días al año en lugar de pagar impuestos, pero el ejército estadounidense, en contubernio con la policía que entrenaba y supervisaba, secuestró a los hombres y los obligó a trabajar lejos de su residencia sin remuneración. Los haitianos ricos pagaban para evitar la servidumbre, pero los pobres no tenían escapatoria de la ley.
Para los haitianos, esto representaba un regreso a la esclavitud y se rebelaron. Hombres armados, llamados cacos, huyeron a las montañas y comenzaron una insurgencia contra las fuerzas estadounidenses. Los jornaleros obligados a trabajar en el régimen de la corvée huyeron de sus captores y se unieron a la lucha. Un líder de los cacos, Charlemagne Péralte, invocó la revolución de Haití contra Francia para pedir a sus compatriotas que “arrojaran a los invasores al océano”.
“La ocupación es un insulto en todos los sentidos”, se leía en un cartel pegado a las paredes de la capital, Puerto Príncipe.
“Que viva la independencia”, decía el cartel. “¡Abajo los estadounidenses!”.
Estados Unidos respondió con mano dura. Los soldados ataron a los trabajadores con cuerdas para evitar que huyeran. Cualquiera que intentara escapar de la corvée era tratado como un desertor y muchos fueron fusilados. Como advertencia, los estadounidenses mataron a Péralte y distribuyeron una imagen de su cadáver atado a una puerta, evocando una crucifixión.
Documentos militares filtrados de la época mostraban que la “matanza indiscriminada de nativos continuó durante algún tiempo” y cobró la vida de 3250 haitianos. Cuando el Congreso comenzó a investigar en 1921, los soldados estadounidenses disminuyeron la cifra y dijeron que 2250 haitianos habían sido asesinados en la ocupación, una cifra que los funcionarios haitianos condenaron por ser un conteo insuficiente. También murieron al menos 16 soldados estadounidenses.
“Fue un régimen militar estricto, el triunfo del lobo”, escribió en 1936 Antoine Bervin, periodista y diplomático haitiano.
Los primeros años después de la invasión aportaron pocos beneficios económicos a Haití. Los asesores estadounidenses nombrados por el presidente de Estados Unidos cobraron hasta el cinco por ciento de los ingresos totales de Haití en salarios y gastos, lo cual a veces era más que el gasto en salud pública de todo el país.
En 1917, Estados Unidos ordenó a la Asamblea Nacional de Haití que ratificara una nueva Constitución para permitir a los extranjeros poseer tierras. Desde su independencia, los haitianos habían prohibido la propiedad de tierras a los extranjeros como símbolo de su libertad y para protegerse de una invasión.
Cuando los legisladores haitianos se negaron a cambiar la Constitución, el general Butler disolvió el parlamento con lo que denominó “auténticos métodos de la Marina”: los soldados entraron a la Asamblea Nacional y obligaron a los legisladores a dispersarse a punta de pistola. Los estadounidenses aprobaron entonces una nueva Constitución que Franklin Roosevelt afirmó más tarde en un mitin de campaña que había escrito él mismo.
Las empresas estadounidenses arrendaron miles de acres de tierra para plantaciones, lo cual obligó a los agricultores a servir como mano de obra barata en su país o migrar a los países vecinos en busca de mejores salarios. La Haitian-American Sugar Company alguna vez se jactó ante sus inversionistas de que solo pagaba 20 centavos por un día de trabajo en Haití, en comparación con 1,75 dólares en Cuba.
Según la historiadora haitiana Suzy Castor, las mujeres y los niños de Haití cobraban 10 centavos al día.
Los campesinos desplazados se fueron a Cuba y a la República Dominicana, lo que, según los historiadores, provocó el efecto más duradero de la ocupación estadounidense: la migración masiva de haitianos a otros países del continente americano.
“Ese es el gran legado”, dijo Weibert Arthus, embajador de Haití en Canadá e historiador.
Como el secretario de Estado Bryan sugirió en su carta antes de la invasión, Farnham no estaba satisfecho con su participación en el banco nacional de Haití, así que trabajó con el Departamento de Estado para orquestar una toma de control absoluta. Para 1920, National City Bank había comprado todas las acciones del banco nacional por 1,4 millones de dólares y, en la práctica, remplazaba a los franceses como el poder financiero dominante en Haití.
Con el banco nacional de Haití bajo su control y los intereses estadounidenses bajo la protección del ejército, Farnham comenzó a actuar como un enviado oficial y viajaba con frecuencia a bordo de buques de guerra estadounidenses, según dicen los historiadores.
“La palabra de Farnham prevalece sobre la de cualquier otra persona en la isla”, escribió James Weldon Johnson, secretario ejecutivo de la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color, quien visitó Haití en 1920.
Farnham tampoco tuvo reparos en expresar su opinión sobre Haití y su gente.
“Se puede enseñar al haitiano a convertirse en un trabajador bueno y eficiente”, dijo a los senadores que investigaban la ocupación. “Si los jefes militares lo dejan en paz, es tan pacífico como un niño e igual de inofensivo”.
“De hecho”, continuó, “ahora no hay más que niños grandes”.
‘Haití no quiere este préstamo’
Durante cinco años, los funcionarios estadounidenses insistieron en que Haití pidiera préstamos a los bancos de Nueva York para saldar sus deudas del pasado. Y durante cinco años, los haitianos se resistieron.
“Haití no quiere este préstamo. Haití no necesita este préstamo”, escribió Pierre Hudicourt, un abogado haitiano que representó a Haití en las negociaciones de la deuda.
Los haitianos sabían muy bien que cualquier nuevo préstamo ampliaría la autoridad de los asesores financieros estadounidenses que determinaban el futuro del país a la distancia. McIlhenny, el heredero de la salsa Tabasco designado como asesor financiero, pasó gran parte del año en su plantación de piñas en Luisiana mientras cobraba un gran sueldo de los ingresos de Haití. También suspendió los salarios de los altos funcionarios haitianos que no estaban de acuerdo con él.
Para 1922, Estados Unidos estaba decidido a concertar un préstamo con Wall Street. Cansados de la resistencia haitiana, los estadounidenses instalaron como presidente a Louis Borno, un político sagaz que simpatizaba con la ocupación.
Borno admiraba a Mussolini y aspiraba a un ideal fascista de rápido desarrollo en Haití bajo control estadounidense, afirman los historiadores. Una vez escribió que la invasión “vino a nosotros cuando estábamos al borde de un abismo sangriento y nos salvó”. Semanas después de asumir el cargo, dio luz verde a un préstamo de Nueva York.
El National City Bank, que ahora era propietario del banco nacional de Haití a través de una filial, emitió el primer préstamo tras incluir una garantía inicial que consistía en que Estados Unidos gestionaría las finanzas de Haití hasta que se pagara la deuda. El banco acabó controlando casi toda la deuda externa de Haití.
Igual que sucedió en el siglo XIX, Haití casi siempre estaba demasiado endeudado para invertir en su gente. Hasta Borno, dirigiéndose a los peces gordos del National City Bank en Nueva York, señaló que la deuda de Haití se pagaba más rápido que la de Estados Unidos.
Esta situación prevaleció hasta la caída de la bolsa de valores de 1929 y la devastación económica posterior. Años de austeridad ayudaron a gestar el descontento y la caída mundial de los precios del café agravó las dificultades en un país que dependía bastante de ese cultivo. Las protestas estallaron contra Estados Unidos y el gobierno de Borno que hacía su voluntad.
Los estudiantes se manifestaron contra el retiro de las becas. Los empleados de las aduanas en Puerto Príncipe irrumpieron en su lugar de trabajo para exigir un aumento de sueldo. En la ciudad de Los Cayos, más de mil campesinos protestaron contra sus precarias condiciones de vida. Un destacamento de 20 infantes de la Marina estadounidense se enfrentó a la multitud y mató al menos a una decena de personas. Este acontecimiento se conoce como la masacre de Los Cayos.
Ante el clamor internacional, Estados Unidos comenzó a contemplar su retirada.
Casi cinco años después, en agosto de 1934, los últimos soldados estadounidenses abandonaron Haití. Pero Estados Unidos mantuvo el control financiero durante otros 13 años, hasta que Haití pagó la última de las deudas que tenía con Wall Street.
La responsabilidad de Estados Unidos en la inestabilidad crónica de Haití sigue siendo objeto de un fuerte desacuerdo.
Algunos historiadores dicen que los pagos originales que Francia le exigió a Haití como castigo por su independencia infligieron una cicatriz más profunda en el desarrollo de la nación. Otros sostienen que la causa principal es la larga historia de enriquecimiento personal de los gobernantes haitianos. Pero muchos dicen que, en conjunto, más de 130 años de enviar una gran parte de los ingresos de Haití al extranjero tuvieron un efecto devastador, ya que mermaron su capacidad de construir una nación desde sus inicios.
“Hasta cierto punto, estas debacles financieras sucesivas son responsables de la situación en la que nos encontramos ahora”, dijo Hudson, profesor de la Universidad de California en Los Ángeles, y añadió que la ocupación estadounidense fue un “golpe psíquico” que cercenó la independencia de Haití durante décadas.
“Creo que eso es tan importante como cualquier tipo de pérdida financiera”, dijo.
Colaboraron con este reportaje Harold Isaac desde Puerto Príncipe; Sarah Hurtes desde Bruselas; Kristen Bayrakdarian desde Nueva York y Audrey Kolker desde New Haven. Edición de fotografía por Craig Allen. Producido por Rumsey Taylor. Producción adicional por Gray Beltran.
Selam Gebrekidan, reportera de investigación de The New York Times, está radicada en Londres. Previamente fue reportera de datos y empresas para Reuters, donde escribió sobre la migración a Europa y la guerra en Yemen, entre otras historias. También ha cubierto los mercados petroleros de Estados Unidos.
Matt Apuzzo es un reportero ganador del Premio Pulitzer y está radicado en Bruselas. @mattapuzzo
Catherine Porter, corresponsal en el extranjero radicada en Toronto, ha reporteado desde Haití más de dos decenas de veces. Es autora de un libro sobre el país,A Girl Named Lovely. @porterthereport
Constant Méheut escribe desde Francia. Se incorporó a la oficina de París en enero de 2020. @ConstantMeheut.
Fuente: https://www.nytimes.com