Ana Gabriela Rojas
Esmeralda Millán tenía 23 años en diciembre de 2018 cuando fue atacada con ácido en Puebla, México. Su ex pareja y padre de sus dos hijos está acusado y detenido por tentativa de feminicidio.
No existe información oficial sobre cuántas mujeres han sufrido este tipo de violencia en México. Pero los colectivos que apoyan a las víctimas tienen conocimiento de 26 ataques, de los cuales seis ocurrieron en lo que va de este año.
«Como toda la violencia contra las mujeres, estas agresiones aumentaron con el confinamiento», dice Norma Celia Bautista Romero, directora de Humanismo y Legalidad, una ONG a favor de la igualdad de género.
«Este tipo de agresión tiene una carga muy simbólica. Se quiere dañar a la mujer y a todo lo que ella representa. Se busca que sea rechazada, marcada de por vida. Generarle un sufrimiento físico y psicológico permanente», explica.
En el 90% de los casos los agresores son hombres y suelen tener alguna relación con las mujeres que son agredidas. En muchos casos son las exparejas. En algunas ocasiones mandaron a alguien más a perpetrar el ataque.
Esmeralda Millán, a casi tres años del ataque, espera la sentencia de su expareja.
«Aunque las cicatrices de mi rostro han mejorado, las heridas del alma nunca sanarán», dice.
Esta es su historia contada en primera persona.
No tenía ni 15 años cuando lo conocí y a los 17 tuve a mi primer hijo. La violencia comenzó desde que yo estaba embarazada. Me maltrataba de todas las formas posibles: me pegaba, me forzaba a tener relaciones sexuales y me hacía sentir atrapada.
En cuanto pude regresé a vivir con mi mamá, pero él fue a buscarme. Me dijo que volviera. Que iba a cambiar. Que él había sufrido la violencia de su padre y que no la iba a repetir. Yo era muy joven y le creí. Tenía un hijo de él. Yo había estudiado solo la secundaria y en ese momento sentía que no podía trabajar.
Volví a su casa. Y él volvió a ser violento. Me embarazó a la fuerza de mi segunda hija.
Yo sabía que tenía que separarme, pero a la vez me veía incapaz. Él me hacía creer que estaba sola, que nadie me iba a apoyar, que dependía por completo de él.
Así aguanté años. Hasta que un día me golpeó muy fuerte y yo intenté defenderme. Mi hijo, de entonces 7 años, se metió a la pelea. Quiso ayudarme, le pedía que ya no me pegara.
En ese momento me di cuenta que yo no quería esa vida para mis hijos. Regresé con ellos a la casa de mi mamá.
A él le dije que por los niños podríamos seguir en contacto y llegar a acuerdos. Pero él no dejaba de insistir en que volviera.
Una vez intentó llevarme a la fuerza. Me subió arrastrándome a un moto-taxi. Afortunadamente el chofer y otro hombre que estaban cerca me ayudaron. Me pusieron a salvo en un lugar público, donde llegó mi tío a ayudarme.
A partir de ahí me daba miedo, ya no quise salir con él. Le pedí a mi familia que no lo dejaran entrar a la casa donde vivíamos. Y él seguía pidiendo que saliéramos juntos los cuatro: él, yo y los niños. Yo ya no acepté.
Una noche fue a llevarme la pensión de los niños. Y me preguntó qué iba a hacer al día siguiente. Le dije que iba a ir muy temprano con mi mamá a un baño de vapor y que después íbamos a una fiesta.
Antes de irse me volvió a preguntar a qué hora iba a salir al día siguiente y me pidió que lo abrazara. Le dije que no. Insistió mucho. Me prometió que si lo abrazaba, ya nunca me iba a molestar.
Me quedé inquieta, tanto que cuando entre a la casa le conté a mi mamá lo que había pasado.
Me aventó ácido en la cara
Al día siguiente, domingo 2 de diciembre de 2018, ella y yo salimos a las 5:30 de la mañana. Todavía estaba oscuro y vimos a 3 hombres sospechosos frente a la casa. Sentimos que empezaron a caminar atrás de nosotros. Después se sumó otro hombre. Nos acorralaron.
Cuando estábamos frente a frente, uno me aventó un líquido en la cara. Cuando vio que todavía quedaba sustancia en la botella, me agarró de la cabeza e intentó aventármelo. Yo quise defenderme y lo empujé. También a él le salpicó un poco de la sustancia en la cara.
Desde ese momento supe que el atacante era mi expareja, el padre de mis hijos.
Lo supe por la forma en que caminaba, también porque yo soy más alta que él. Iba vestido igual que cuando pasaba por mis hijos. Tenía la cara tapada como lo hacía cuando se subía en la bicicleta en las mañanas frías.
Estuve nueve años con él, lo reconozco perfectamente.
También porque me lo había repetido una y otra vez: «Si tú no eres para mí, no vas a ser de nadie«.
Yo no sabía lo que era un ataque de ácido. No sabía lo que estaba pasando. Sentí que me moría.
Había ingerido el líquido y la garganta se me estaba cerrando. No podía respirar. Oí los gritos de mi mamá, nunca la había oído gritar así.
Ella también sufrió algunas quemaduras. Pero su desesperación era por verme tan mal.
Nadie nos ayudaba. Hasta que mi mamá llamó a mi tía, que llegó y nos llevó al hospital. Era tanto el dolor que caí inconsciente.
El líquido que me aventó me daño mi cara, me deshizo la nariz, la boca. Me dañó el ojo derecho y hasta ahora no puedo ver de ese lado.
También me cayó en el cuello, los brazos y las dos manos. Me dañó tanto el esófago que por dos meses no pude comer. Estuve en el hospital tres meses.
Cuando me vi en el espejo pensé que mi vida se había acabado.
Caí en una depresión terrible. Por mucho tiempo quise haber muerto.
El ataque no sólo me dañó a mi. También han sufrido mucho mi mamá y mis hijos. Para ellos ha sido muy difícil aceptar mi nuevo aspecto. En su escuela ha sufrido bullying.
En diciembre se cumplirán tres años del ataque y yo sigo sin querer mostrar mi cara. Salgo tapada a la calle pues con las miradas me matan.
Al principio algunas personas me echaron la culpa, me dijeron que había hecho algo para merecérmelo. Yo solo pagué el precio de querer dejar a un maltratador.
16 operaciones
Me han operado 16 veces. Mi rostro ha mejorado, pero nunca volveré a ser la misma. Las heridas que me dejó en el alma nunca van a sanar.
¿Cómo pudo el padre de mis hijos hacerme tanto daño? ¿Cómo puede alguien ser capaz de tanto rencor, tanta maldad, tanto odio?
Es tan cobarde que hasta la fecha él sigue alegando inocencia. El mismo día del ataque él también llegó al hospital por quemaduras, las que le causó el ácido restante en la botella, el líquido que le faltó aventarme.
Su versión es que él también fue atacado a la misma hora por dos tipos que iban en una moto.
Pero ahí en el hospital fue detenido. El proceso legal está abierto. Está acusado de tentativa de feminicidio. Mi abogada, Elisa Yareri Ruiz, del Consejo Ciudadano de Seguridad y Justicia de Puebla, que me representa gratuitamente desde hace dos meses, dice que podría ser sentenciado este año.
Mi agresor, Fidel N, podría tener una condena de hasta 40 años. Yo deseo que la cumpla, que no salga pronto. Tengo miedo de que si eso pasa, venga a rematarme.
Además, me gustaría que atraparan a los otros tres cómplices.
El proceso ha sido lento porque él ha cambiado de abogados en repetidas ocasiones y porque el coronavirus detuvo los juzgados.
No estoy sola
Por ahora, me ha ayudado mucho a saber que no estoy sola.
Mi madre, mi tía y mi abuela siempre han estado ahí. También he conocido a otras mujeres que están en la misma situación. Carmen Sánchez, que tiene una fundación para víctimas de ataques de ácido, me ha acompañado mucho. Es curioso, pero es entre las mismas víctimas que nos hemos ayudado.
No he sentido que del gobierno haya recibido la ayuda suficiente.
Por eso, las víctimas nos hemos unido también para pedir que estas agresiones sean catalogadas como un delito por sí mismo.
Los agresores deben ser castigados duramente y las víctimas deben recibir la atención que merecen. No son simples lesiones que se curan cuando cicatrizan. Es un proceso muy largo para sanar por fuera y por dentro. Deseamos que no haya más casos. Nadie se lo merece.
Por eso me gustaría decirle a las mujeres que ahora sufren maltrato que no crean en sus agresores, que los hombre violentos nunca cambian. Que, por favor, salgan de ahí inmediatamente. Que no están solas.
Gracias al apoyo de la gente a mi alrededor estoy de pie. También me han acompañado mis amigas y una dermatóloga, Isela Méndez, que desde que me conoció dijo que ella no me iba a soltar. Y lo ha cumplido, me ha hecho varias cirugías estéticas.
Ahora mi esperanza es que me hagan un trasplante de córnea. Esto debe ser en los siguientes meses para no perder definitivamente la vista de mi ojo derecho. Un doctor me ha ayudado de forma gratuita, pero a veces tengo problemas por el costo de las medicinas.
Por todas las operaciones y la recuperación no he podido trabajar. Me gustaría poder hacer algo para ayudar a mi mamá, que es la que me ha mantenido y a mis hijos.
Pero por ahora, falta un tiempo para que yo vuelva a tener sueños. Me ha roto la vida. Las cicatrices de afuera, aunque muy poco a poco, van mejorando. Las heridas del alma nunca van a sanar.
Fuente: https://www.bbc.com/mundo