El argentino Blas Jaime atesora en su cabeza un idioma indígena que se consideró extinguido durante más de 100 años, el chaná. Se lo enseñó su madre, quien lo había aprendido de su abuela, que a su vez lo heredó de la bisabuela, en una cadena de transmisión oral secreta que se remonta a siglos atrás, cuando comenzaron a ser perseguidos por los colonizadores españoles y evangelizados a la fuerza, en las orillas del río Uruguay. «Los nombres aborígenes fueron prohibidos (…) Y a las niñas que hablaban chaná les cortaban la punta de la lengua», recuerda Jaime en el documental Lantéc chaná, filmado por la directora argentina Marina Zeising.
«Timú» le dice el chaná al hijo. «Atá» es el agua, «ata má» es el río, y «vanatí ata ma» los hijos del río, los arroyos. «Beada» -la palabra favorita de Jaime- significa madre y «beada á», la Tierra. El árbol es el hijo de la Tierra, «vanatí beada», y sus ramas se denominan «palá».
Viegas escuchó esas palabras de Jaime por primera vez en 2005. Desde ese momento, ambos se embarcaron en una odisea para reconstruir la lengua y la cultura chaná e intentar que no desaparezca. En 2010 el idioma fue incluido en el Atlas de lenguas del mundo en peligro de la Unesco y en 2014 publicaron el primer Diccionario Chaná-Español Español-Chaná. La cinta de Zeising es un nuevo testimonio de la recuperación de la memoria de uno de los pueblos indígenas que habitaron el extremo sur del continente americano.
«El día que (mi hija) Evangelina se haga cargo de transmitir el chaná, yo preferiría volver a la Iglesia», dice Jaime a EL PAÍS tras la proyección del documental, recién estrenado en Argentina. Entrecierra sus ojos oscuros, se apoya en su bastón y en voz baja lamenta no haberle enseñado la lengua de niña. Cuando más tarde quiso hacerlo, su hija se negó. «Me dijo que no quería ser india, que la iban a maltratar e insultar», recuerda. El sentimiento es común en numerosos descendientes de indígenas en Argentina, un país que no reconoció los derechos de los pueblos originarios hasta 1994. Evangelina cambió de opinión al ser madre. Comenzó a estudiar chaná y ahora ayuda a su padre a dar clases a alumnos que quieren aprenderlo.
A Jaime le gustaría que además de conocer su lengua, los argentinos adoptasen algunos de los valores de sus antepasados. «El principal es el respeto a la mujer», subraya, al recordar que el pueblo chaná era un matriarcado, en el que eran las mujeres las responsables de impartir justicia y de transmitir la cultura de madres a hijas. «También el respeto a los niños y a la madre naturaleza. Los chanás creemos que es un ser vivo y que su sangre son los ríos y los arroyos», continúa. La difusión de un pedazo de la historia de Argentina le ha quitado soledad a los últimos años de su vida y le emociona hasta las lágrimas la esperanza de que su lengua le sobrevivirá.
Fuente: El País