Creta es una isla de personalidad fascinante. Anexionada a Grecia hace apenas un siglo, en 1913, su historia se adentra en los remotos tiempos del Neolítico. La presencia de grandes civilizaciones en su territorio se asemeja a un telar tradicional (argaleiós en griego), cuyos hilos han tejido una alfombra colorida y viva, un alma propia. El nombre de Creta se halla íntimamente ligado a la civilización minoica: quince siglos de una cultura primigenia en el Mediterráneo (2700-1200 a.C.), los palacios de Cnosos y Festos, los rituales refinados, los intercambios con Siria y Egipto… Hoy en día, Creta fascina no solo por aquel pasado misterioso, sino también por un paisaje de sierras montañosas pobladas de olivos, abismos sobre el mar, pueblecitos escondidos, playas solitarias y una gente hospitalaria y amante de la buena mesa.
Dos ciudades en la costa norte, Chania y Heraklion, son los accesos a la isla. Aunque las dos conectan con El Pireo –el puerto de Atenas– y reciben vuelos internacionales, Heraklion es la puerta principal. A su vez, la capital facilita la división del recorrido en dos partes: hacia el este, con los asentamientos minoicos y la costa oriental; hacia el oeste, con el bello puerto de Chania y sus casas policromas como referencia para acceder a las playas más occidentales y al desfiladero de Samaria.
La ciudad de Zorba
En Heraklion, plantarse en lo alto de la muralla puede resultar un comienzo original. Además de observar el entramado urbano, permite leer el epitafio de la tumba de Nikos Kazantzaki (1883-1957), autor de Alexis Zorba: «No espero nada, no temo nada, soy libre». La situación estratégica de Creta, equidistante de Asia, Europa y África, la ha hecho codiciada y también maleable. Los casi cinco siglos de dominio veneciano (1204-1669) y otros dos bajo el poder otomano (1669-1898), han impregnado su historia y sus edificios. Por eso, entre las callejuelas de Heraklion uno intuye los pasos de El Greco dirigiéndose a la escuela de Agia Ekaterini, y se estremece imaginando el asedio de 21 años que los otomanos infligieron a los venecianos.
Para evitar rodeos, es aconsejable visitar el centro histórico con cierto orden. Primero el quiosco otomano junto a la fuente Bembo y la explanada de la catedral ortodoxa. A continuación, vislumbrar entre arbustos el Museo de Agia Ekaterini, con los preciados iconos de Damaskinos del siglo XVI. Luego, la fuente Morosini, un punto de encuentro bullicioso y animado; la antigua basílica de Agios Markos (XVI), la iglesia de Agios Titos (de origen bizantino) y el edificio veneciano de la Logia (1727). Para culminar el paseo, nada mejor que degustar las especialidades cretenses en las calles Dédalou y Koraí: ensalada dakos (tomate, feta y un pan seco), pez espada yloukoumades, buñuelos calientes bañados en miel.
Pasar un día en Heraklion implica, también, sumergirse en su Museo Arqueológico para contemplar los frescos del palacio minoico de Cnosos, así como las joyas, vasijas y otros objetos hallados entre las ruinas. Cnosos se halla a diez minutos en coche o en autobús. Acercarse allí es adentrarse en su dimensión mitológica y pensar en el enojado Minos, su esposa Pasifae y el engendro de Minotauro, encerrado dramáticamente en un laberinto.
El asentamiento de Festos, otro vestigio de la misma época (1900 a.C.), se encuentra cerca de los acantilados de arenisca de Matala, en la costa sur, a unos 70 kilómetros. Sus ruinas, mucho menos visitadas, transmiten un encanto especial porque no han sido reconstruidas y permiten ver los dos palacios que quedaron al descubierto gracias a las excavaciones realizadas por el arqueólogo italiano Federico Halbherr en 1900, al mismo tiempo que Arthur Evans trabajaba en las ruinas de Cnosos.
El oriente de la isla
Las cuatro capitales de provincia –Chania, Retimno, Heraklion y Agios Nikolaos– conforman una cadena que recorre el norte de la isla. Entre eslabón y eslabón se requiere una hora de automóvil, aproximadamente. Desde Heraklion, se llega a Agios Nikolaos por la autovía que transcurre junto al mar o serpenteando por el interior. La carretera de la costa se acerca a Malia, el tercer enclave minoico de la isla. Por el interior se atraviesa la meseta de Lasithi, amplia y de suave relieve, en la que se erigen una veintena de pueblos, monasterios y el monte Dicté, donde la tradición señala que nació Zeus. Aventurarse a ir más allá de la localidad de Agios Nikolaos y bajar a la ciudad minoica de Kato Zakros, a la orilla del mar, requiere tiempo pero recompensa con un paisaje en el que «soledad, silencio y blancura» se aúnan, tal como el escritor Lawrence Durrell (1912-1990) definía Creta.
Hacia el oeste se llega a la ciudad de Retimno. Antes de visitarla resulta ineludible detenerse en Moni Arkadi, un lugar hoy solitario pero que fue un gran centro cultural durante el Renacimiento cretense. De esa época data la iglesia, con su preciosa portada de 1587 y situada en el centro de un claustro amplio y luminoso; el conjunto se encuentra protegido por un muro, como una fortaleza. En 1866, cuando los otomanos asediaban este monasterio ortodoxo por tercera vez, los monjes y refugiados prefirieron hacer estallar su polvorín antes que rendirse: la libertad o la muerte. La tragedia tuvo eco en toda Europa. Ahora, un silencio antiguo planea sobre el claustro.
Retimno aparece al cabo de 20 minutos. Ciudad dulce y calurosa, los vestigios de su pasado se entremezclan suavemente: de los venecianos se conserva la Fortezza, el puerto, la logia, la fuente Rimondi y la puerta Guora; de los turcos, la mezquita Nerantzes, la de Kara Mustafá y la del recinto de la fortaleza.
El puerto de Chania
Unos 60 kilómetros al oeste de Retimno se localiza Chania, la ciudad más elegante de Creta. Es fácil imaginarse a la nobleza veneciana paseando por el barrio de Kastelli; o a los judíos acudiendo a la sinagoga Etz Hayim, ajenos a la desaparición de toda su comunidad siglos más tarde, en 1944. En la antigua Kidonia, historia y ocio se dan la mano. Se puede tropezar con la muralla bizantina y con los restos minoicos de una villa, comer especialidades turcas en un hammam o tomarse una copa en un antiguo monasterio, junto al minarete Agá Tzamisí.
Una dolce far niente invita a sentarse en las terrazas del puerto con un café, un vino blanco o una retzina. El puerto veneciano es único en el Egeo, con su línea de arsenales, la mezquita rosa Gialí Tzamisí, la fortaleza Firka y el faro. Aquí, como en toda la isla, unas pocas frases en griego abrirán las puertas de casas y fiestas, una oportunidad única para ver bailar a los cretenses, vibrando con las notas del sirtós, una danza suave y ondulante como las olas del mar.
Las playas del extremo oeste son un final inmejorable al viaje por Creta. La bahía de Balos, a 40 kilómetros de Chania, en la península de Gramvoussa, ofrece un gran contraste de arena blanca y aguas azul turquesa y añil, frente a las que se alza una isla rocosa con un castillo veneciano. Y descendiendo por la costa, el semicírculo de arena rosácea de la playa de Elafonissi, en la esquina sudoeste, es un mirador único para contemplar el atardecer sobre esta tierra indomable entre Oriente y Occidente.
Fuente: National Geographic España