La magnitud y rapidez de la crisis suponen un auténtico reto para Estados Unidos, que posee un sistema de protección público más laxo que la media europea
La noche del 17 de junio de 1972, en la sexta planta del edificio de oficinas Watergate, en Washington, la policía arrestó a cinco a personas que habían irrumpido en las oficinas del Comité Nacional Demócrata, detonando un escándalo que costaría la presidencia a Richard Nixon. Este viernes, enfrente del mismo complejo de edificios, atravesando un cruce de carreteras tan desiertas ahora como las del resto de la capital, una veintena de personas se congregaba ante la verja del comedor social Miriam’s Kitchen. Un temprano símbolo, como tantos que se repiten desde hace dos semanas por todo el país, de los colosales problemas a los que se enfrenta otro presidente republicano 48 años después.
Miriam’s Kitchen lleva cuatro décadas sirviendo comidas a los sin techo de la ciudad. Los comensales apoyan las cajas blancas de poliespán con su comida en el muro de piedra de la colindante iglesia presbiteriana, como una barra de un bar imposible. Algunos llevan bolsas o carritos con sus escasas pertenencias. Otros, como Andy, que prefiere no dar su apellido, pelo blanco, camisa azul, tienen un techo bajo el que volver, pero ya no tienen un trabajo con el que pagarse la comida. “Hasta la semana pasada era yo el que servía cenas”, explica. “Trabajaba en un restaurante, pero cerró, como todos. Ahora solo sirven comida para llevar y se bastan con los dos dueños y dos trabajadores más”, explica.
“Hay 12 millones de personas que trabajaban en restaurantes en este país, y la mayoría están cerrados o solo sirven comida para llevar. Con que solo la mitad se queden en la calle, son seis millones de parados. El nivel de deterioro es tremendo. La producción también sufre. La construcción, las ventas de coches. Grandes partes del Producto Interior Bruto que esencialmente se colocan a cero de actividad. Es muy diferente a todas las crisis anteriores. No es un declive orgánico. Es un apagón coordinado”, explica Andrew Hollenhorst, director del equipo de investigación económica de Estados Unidos de Citigroup.
Entre las dos últimas semanas de marzo, casi diez millones de personas, un 6% de los trabajadores del país, solicitaron el subsidio de desempleo. Los cálculos más solventes pronostican que llegará a un 15% en los próximos meses. En febrero, la tasa de paro era del 3,5%, la menor en 50 años.
Estados Unidos nunca ha experimentado un frenazo como el provocado por el coronavirus. Es el país con más casos de Covid-19 confirmados (276.000 el sábado por la tarde) y la cifra de fallecidos, que se ha multiplicado por seis en la última semana, supera los 7.100. La proyección más optimista de la Casa Blanca es que el virus se cobrará entre 100.000 y 240.000 vidas estadounidenses. Y eso, siempre que se respeten las órdenes de confinamiento, a las que está sujeto ya el 90% de los ciudadanos. Goldman Sachs calcula que las medidas de distanciamiento social, necesarias para frenar la propagación del virus, provocarán una contracción del 34% en el PIB en el segundo trimestre respecto al trimestre anterior, en términos anualizados.
Esto sucede en un país subido a un ciclo expansivo extraordinariamente largo. La economía de Estados Unidos llevaba 10 años creciendo ininterrumpidamente, desde que dejó atrás la Gran Recesión. Y, de repente, un frenazo en seco. “La crisis financiera global tardó más en afectar a la economía, y lo hizo de una manera similar a las recesiones y ciclos pasados”, explica Daniel Bachman, analista económico para Estados Unidos de Deloitte. “Mucho de ello era conocido para los estudiosos de la historia financiera. Esta recesión es diferente: el problema no se ha originado en el sistema financiero, ni siquiera en algún sector como la energía. Eso hace que la velocidad de transmisión y la magnitud del impacto sean únicos”.
La magnitud y la velocidad del impacto suponen un auténtico desafío para un país con una red de protección social extremadamente frágil. En medio de la pandemia, muchos de los que pierden el empleo se quedan también sin el seguro médico que les pagaba su empleador. Tienen tres opciones: pagar cerca de 20.000 dólares al año para mantener su seguro, desembolsar la mitad en franquicias solicitando la cobertura del conocido como Obamacare, o unirse a los cerca de 30 millones de ciudadanos que no tienen seguro médico. Uno de cada 10 estadounidenses demora o evita la visita al médico, aún teniendo síntomas, por motivos económicos. Un dato preocupante en medio de una pandemia provocada por un virus que trasmiten pacientes con escasa o nula sintomatología
El Congreso ha lanzado un primer paquete de ayudas por valor de 2,2 billones de dólares, el mayor rescate económico de la historia. El plan incluye el envío masivo de cheques a los ciudadanos, una línea de préstamos para pequeñas y medianas empresas y un fondo para industrias, ciudades y Estados. Contribuirá sin duda a compensar algunas de las carencias estructurales de protección social. Pero algunos críticos, como los economistas de Berkeley Emmanuel Saez y Gabriel Zucman, lo consideran insuficiente y, en parte, equivocado. Al contrario que otros países, apuntaban los autores en un artículo en The New York Times, Washington ha optado por ayudar a los desempleados en vez de proteger el empleo. En lugar de ayudar a las empresas a pagar los salarios, los trabajadores son despedidos, empujados al proceso burocrático de solicitar prestaciones y condenados a esperar en sus casas a que la economía se reactive.
Como suele suceder en estos casos, el impacto del frenazo será mayor para los más desfavorecidos, contribuyendo a agudizar una desigualdad económica que se ha disparado en las últimas décadas. El 23% de los trabajadores estadounidenses asegura que ellos o algún miembro de sus familias han sido despedidos tras el brote del coronavirus, según una encuesta de Associated Press. El porcentaje sube al 33% entre los hogares con ingresos inferiores a 50.000 dólares al año.
Luego están los que no han podido parar. Aquellos para los que respetar las directrices de distanciamiento social es un lujo fuera de su alcance. Según un análisis de datos de geolocalización de teléfonos móviles realizado por el Times, dentro de las mismas áreas metropolitanas, los hogares más ricos han limitado mucho más sus movimientos que los hogares más pobres.
“Nuestra comunidad latina sigue trabajando en la alimentación, en la sanidad, en la construcción”, explica Sindy Benavides, directora de la Liga de Ciudadanos Latinoamericanos Unidos (LULAC), la mayor y más antigua organización de hispanos del país. “El país debe reflexionar sobre quién hace esos trabajos esenciales para que un día podamos salir todos de nuevo. Son los que siguen en la calle, y en muchos casos sin cobertura médica. Hay 16,7 millones de personas con un ser querido en su casa que no tiene estatus legal. Cinco millones de niños estadounidenses viven en hogares en los que al menos un progenitor es indocumentado. Los futuros paquetes de rescate deben tener en cuenta esa realidad”.
Esos trabajadores son algunos de los que poblaban las calles de la capital este viernes. Washington, la ciudad del poder político. Pero también Nueva York, la capital de las finanzas. Los Ángeles, la del entretenimiento. Miami, Chicago, Nueva Orleans, Seattle, San Francisco. Otra particularidad de esta crisis es que se ensaña desproporcionadamente con las grandes ciudades, que a su vez constituyen el núcleo de la capacidad productiva del país.
Los 50 condados más golpeados por el coronavirus aportan el 30% del empleo y el 36% del PIB del país, según un estudio del profesor Mark Muro, director de política metropolitana en el Instituto Brookings. “Lo fascinante y perturbador es que esos distritos más golpeados son el ancla de la economía de la nación”, explica Muro por teléfono. “Eso quiere decir que para poder reactivar la economía es necesario asegurarse de que esos centros están preparados”.
Muro sostiene que las futuras medidas deben enfocarse a esas ciudades. Lo que constituye un desafío para un presidente, en pleno año electoral, cuya base de votantes se encuentra precisamente en las zonas rurales y no en esas zonas metropolitanas más progresistas. “Es irónico, porque su reelección dependerá de cómo se recuperen ciudades como Nueva York, Washington, Seattle o Los Ángeles”, señala Muro.
Siguiendo apenas un kilómetro hacia el este desde Miriam’s Kitchen y el Watergate, por la calle G, se llega a la Casa Blanca. En el interior, esa misma tarde de viernes, el presidente comparecía en su rueda de prensa diaria sobre el coronavirus. Otra imagen para la historia: los periodistas, dejando butacas vacías entre unos y otros para respetar las directrices de distanciamiento, escuchan al presidente Trump en la sala de prensa que despreció durante sus primeros tres años de presidencia.
El gran éxito de Trump estos años ha sido convencer a una parte importante de los estadounidenses de que su liderazgo ha blindado la economía. El mensaje se sustenta en una expansión económica ininterrumpida de un decenio. La narrativa, claro, tiene sus flaquezas. Pero un bombardeo diario de tuits en mayúsculas elogiando la economía y una subida que parecía imparable en las Bolsas aplastan cualquier matiz.
“El país está en plena forma, los mercados están en plena forma”, tuiteaba Trump hace un mes, poco antes de que el enemigo microscópico se zampara todo lo que esos mercados habían ganado durante su mandato. El presidente se ha resistido a admitir el golpe. Pero ya pocos dudan de que los estadounidenses acudirán a las urnas, en noviembre, en medio de una gran contracción económica y con una de las mayores tasas de desempleo que se recuerdan.
El premio Nobel de Economía Robert Shiller habla del primer presidente que es “un orador motivacional”. El efecto de los vítores de Trump en la confianza de los consumidores es una de las fuerzas que explican la continuación durante los últimos tres años de un periodo récord de crecimiento económico. La expansión fue en parte por Obama, admitía el profesor de Yale, pero el mérito de que se prolongara en el tiempo cabe atribuírselo a Trump, más allá de por sus recortes de impuestos, por su inspiración en los mercados. Está por ver qué sucede cuando ya no queden números con los que inspirar.
Fuente: El País