Por Alan Feuer
NUEVA YORK — El mexicano Joaquín “el Chapo” Guzmán Loera fue declarado culpable este martes 12 de febrero en un juicio que exhibió las entrañas de un cártel que ha afectado a México con décadas de violencia y corrupción, y a Estados Unidos por el movimiento de toneladas de drogas.
El veredicto en contra de Guzmán Loera, acusado de ser líder del Cártel de Sinaloa, sería el final de la carrera de quien se convirtió hasta en un héroe popular para algunos en México, que utilizó tácticas innovadoras para el contrabando de drogas, violencia extrema y tuvo una considerable capacidad para escapar, una y otra vez, de la justicia mexicana.
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Cuando el juez Brian Cogan leyó el recuento del jurado, que lo declaró culpable en diez de los diez cargos que enfrentaba, Guzmán Loera se quedó sentado mientras escuchaba al intérprete del tribunal, con una expresión conmocionada. Cuando Cogan terminó de leer el veredicto, el Chapo volteó a ver a Emma Coronel Aispuro, su esposa, quien le hizo una seña de pulgares arriba y parecía estar conteniendo las lágrimas.
La declaración de culpabilidad sucedió casi una semana después de que el jurado comenzó a deliberar tras un juicio de tres meses de duración en la Corte de Distrito Federal de Brooklyn, donde los procuradores presentaron una montaña de evidencia en contra del Chapo con ayuda de 56 testigos, catorce de los cuales alguna vez trabajaron junto con el capo. Guzmán Loera, de 61 años, enfrenta una sentencia de prisión de por vida.
Richard P. Donoghue, el fiscal estadounidense para el distrito este de Nueva York, dijo que el veredicto es una victoria para la justicia, para México —donde han muerto más de 100.000 personas por la violencia relacionada con el narco— y para las familias que han perdido a alguien “por el hoyo negro de las adicciones”.
“Hay quienes dicen que no vale la pena pelear la guerra contra el narcotráfico. Esas personas están equivocadas”, comentó Donoghue.
Jeffrey Lichtman, uno de los abogados del Chapo, dijo que van a apelar.
“Nunca he visto un caso con tantos testigos cooperantes ni tanta evidencia”, dijo Licthman. “Hicimos todo lo que pudimos como abogados defensores”.
A. Eduardo Balarezo, otro de los abogados de la defensa, dijo sobre Guzmán Loera: “Cuando vino aquí ya lo tomaban como presunto culpable, desafortunadamente. No estábamos enfrentándonos solo a la evidencia, sino a las percepciones”.
Cuando el jurado pasó a las deliberaciones, el 4 de febrero pasado, Matthew Whitaker, el fiscal general interino de Estados Unidos, se presentó en el tribunal y les dio la mano a los siete procuradores que trabajaron en el caso antes de desearles suerte. El jurado alcanzó el veredicto unánime después de varios días de reexaminar la evidencia del gobierno; pidieron ver miles de páginas de testimonios, incluidas las transcripciones completas de seis testigos de la procuraduría, algo poco común.
El juicio contra el Chapo, que se realizó ante el intenso escrutinio de los medios y mucha seguridad —perros detectores de explosivos, francotiradores policiales y agentes federales estadounidenses con sensores de radiación—, fue la primera vez que un jurado estadounidense escuchaba a detalle la información de financiamiento, logística y un historial sanguinario sobre uno de los cárteles de narcotráfico en México, que desde hace mucho tiempo han movido altas cantidades de marihuana, heroína, cocaína y drogas sintéticas al lado estadounidense y han devuelto millones de dólares al lado mexicano, donde se disputan el territorio de manera sangrienta.
Además de los diversos testimonios sobre los jets privados llenos de dinero en efectivo, cuerpos presuntamente incinerados en fogatas y la afirmación estremecedora de que Guzmán Loera y sus allegados drogaban y violaban a adolescentes, el caso también reveló la manera a veces absurda de operar dentro de la cultura de los cárteles, con anécdotas de narcotraficantes que usaban su día libre para descargar tensión y disparar bazucas, o la contratación de un mariachi para tocar frente a una celda e incluso un intento de asesinato en el que se usó una arepa con cianuro.
El juicio fue a momentos una suerte de telenovela que se relató en vivo dentro de la corte. En enero, una exdiputada mexicana que fue amante del Chapo, pese a que estaba testificando en contra del capo, declaró desde el banquillo su amor por él. El día siguiente, en un aparente esfuerzo coordinado para recalcar quién de los tres tenía la vestimenta carcelaria, el Chapo y Emma Coronel Aispuro, su esposa, se presentaron al tribunal en chaquetas combinadas de terciopelo color vino.
Incluso Alejandro Edda, el actor que interpreta al Chapo en la serie de Netflix Narcos: México, acudió al tribunal hacia el final del proceso con la intención de estudiar de cerca al capo. Guzmán Loera sonrió efusivamente cuando sus abogados le dijeron que Edda estaba presente.
El veredicto es un golpe al Cártel de Sinaloa que Guzmán Loera ayudó a dirigir durante décadas, pero el grupo sigue sus operaciones, liderado en parte por los hijos del capo. En 2016 y 2017, los años antes de que el Chapo fue arrestado por última vez y extraditado a Nueva York, la producción de heroína en México aumentó 37 por ciento y las confiscaciones de fentaniloen la frontera suroeste de Estados Unidos crecieron más del doble, de acuerdo con la Administración para el Control de Drogas (DEA).
En su informe más reciente sobre el estado del narcotráfico global, la DEA destacó que la organización a la que pertenece Guzmán Loera, así como la agrupación más reciente Cártel Jalisco Nueva Generación son “la mayor amenaza criminal del narcotráfico” en la región.
Las autoridades mexicanas habían perseguido a Guzmán Loera —cuyo apodo responde a su estatura– desde 1993, cuando lo acusaron de un asesinato que dejó en clara evidencia la masacre extrema de las guerras del narcotráfico en el país: el homicidio de Juan Jesús Posadas Ocampo, un cardenal católico muy querido, en el aeropuerto de Guadalajara.
Guzmán Loera fue condenado por el asesinato en 1993, aunque escapó de prisión en 2001, supuestamente en un carrito de lavandería que pasó por varias puertas de seguridad con la ayuda de un conserje de la prisión. Durante los siguientes quince años, el capo se estuvo escondiendo de las autoridades en una de sus guaridas en las montañas y eludió varios operativos militares y policiacos. Cuando volvieron a capturarlo en febrero de 2014, escapó de prisión otra vez. Esta vez, lo hizo a través de un túnel iluminado, de más de un kilómetro de largo, que daba hacia la regadera de su celda.
Sin embargo, después de su último arresto —en enero de 2016 después de un enfrentamiento armado en Los Mochis, Sinaloa— Guzmán fue extraditado a Nueva York, donde los fiscales federales lo habían imputado en 2009.
El principal cargo en contra del Chapo lo acusaba de ser el principal líder de una operación criminal para comprar drogas de varios proveedores en Colombia, Ecuador, Panamá y el Triángulo Dorado de México —comprendido por los estados de Durango, Sinaloa y Chihuahua—, donde se produce la mayor parte de la heroína y la marihuana del país. También se le acusó de haber obtenido 14.000 millones de dólares a lo largo de su carrera al transportar hasta 200 toneladas de narcóticos a través de la frontera con Estados Unidos mediante yates, lanchas motoras, botes de pesca, aviones, trenes de carga, submarinos semisumergibles, tractocamiones llenos de carne congelada y latas de jalapeños, así como otros túneles (uno de ellos oculto bajo una mesa de billar en Agua Prieta, México).
El enjuiciamiento de Guzmán Loera en Estados Unidos se planeó con años de anticipación y requirió del trabajo investigativo del FBI, la DEA, la Guardia Costera estadounidense, el área especial de investigaciones del Departamento de Seguridad Nacional y de fiscales federales en Miami, San Diego, El Paso, Nueva York y Washington. El equipo del juicio también dependió de decenas de oficiales de policía estadounidenses y de las autoridades de Ecuador, Colombia y la República Dominicana.
La evidencia en contra del capo de la droga incluyó decenas de fotografías de vigilancia, tres series de libros contables detallados, varias cartas escritas a mano por el acusado y cientos de sus más íntimos —e incriminadores— mensajes de texto y llamadas interceptadas a través de cuatro operacionesindependientes de espionaje telefónico.
Andrea Goldbarg, procuradora de casos federales, dijo que el caso de la fiscalía era “una avalancha de evidencia” después de recapitular las pruebas, el 30 de enero. A Goldbarg le tomó un día entero resumir el caso ante el jurado, incluso con ayuda de una presentación de Power Point que tenía varias fotografías del Chapo.
Al centro del argumento presentado por el gobierno estuvieron los testimonios de los testigos, cual elenco shakespeariano, que subieron al banquillo y relataron varios secretos de la vida profesional y personal de Guzmán Loera.
Entre los testigos se encontraba uno de los primeros hombres empleados por el capo; uno de sus asistentes personales; su principal proveedor colombiano de cocaína; el hijo de su socio más cercano y alguna vez heredero del cártel; el experto en informática que contrató para sus comunicaciones; el principal distribuidor estadounidense del capo; un integrante del ejército de sicarios del cártel, e incluso una exdiputada y amante del Chapo con la que este escapó de la marina mexicana, desnudo, a través de un túnel bajo una tina en su casa de seguridad.
Ante la avalancha, los abogados del Chapo presentaron una defensa poco enfocada en evidencia y más en un intento de socavar la credibilidad de los testigos, muchos de los cuales son criminales confesos con historiales de mentir, engañar, traficar drogas y matar.
En enero hubo rumores de que el mismo Guzmán Loera iba a testificar en su defensa, pero decidió no hacerlo. Al final, los alegatos de sus abogados duraron solo media hora, en comparación a más de diez semanas que tardó la fiscalía en presentar su caso, y solo hubo un testigo convocado y se leyó una estipulación de un registro ante la corte.
En sus últimas declaraciones al jurado, el 31 de enero, el abogado del Chapo Jeffrey Lichtman retomó un argumento que intentó presentar en noviembre, al inicio del proceso, en el que le aseguró al jurado que la verdadera mente maestra del cártel y de sus operaciones era Ismael “el Mayo” Zambada García, socio del Chapo.
Lichtman enfatizó que, pese a que el Mayo ha sido buscado por las autoridades mexicanas desde hace más de cinco décadas, nunca ha sido arrestado; el abogado argumentó que eso se debe a que Zambada García ha sobornado a prácticamente todo el gobierno mexicano y que el Chapo siempre fue solo la presa fácil para distraer la atención policial.
Varios de los testigos discutieron diversos sobornos a la policía mexicana, al ejército o a políticos, entre ellos el que Guzmán Loera habría organizado el pago de 100 millones de dólares al expresidente mexicano Enrique Peña Nieto, antes de las elecciones de 2012 en las que resultó ganador. Otros testimonios afirmaron que hubo pagos a Genaro García Luna, exsecretario de Seguridad Pública mexicano entre 2006 y 2012, así como a otros oficiales de alto rango de las fuerzas de seguridad, a un puñado de generales y policías e, incluso, a casi toda una legislatura pasada del congreso colombiano.
Fuente: NY Times