Por Dalia Ventura
En «El origen del hombre» (1871), el segundo libro sobre la teoría de la evolución de Charles Darwin que es uno de los textos más estudiados de la historia, cada detalle ha sido examinado.
Y hay uno que, a pesar de no ser relevante para la comprensión de su revolucionaria teoría, intrigó a los historiadores.
Tras señalar que aunque las razas humanas difieren en algunos aspectos, en su conjunto «se parecen en alto grado» fìsica y «de una manera igual y aun más marcada» mentalmente, apunta:
«…durante mi estancia entre los indígenas de la Tierra de Fuego, a bordo del Beagle, me llamó la atención profundamente observar un gran número de rasgos característicos que evidenciaban cuán parecida era su inteligencia a la nuestra; lo mismo me ocurrió con un negro de pura sangre con quien una vez fui cercano«.
¿Quién era ese hombre sin nombre?
Una pista estaba en las notas autobiográficas que Darwin redactó al final de su vida, en la sección en la que describió sus días de estudiante en Edimburgo (octubre de 1825-abril de 1827), donde escribió:
«Por cierto, un negro vivía en Edimburgo, que había viajado con Waterton, y se ganaba la vida disecando pájaros, lo que hacía excelentemente: me daba lecciones a cambio de un pago, y solía sentarme con él a menudo, porque era un hombre muy agradable e inteligente».
Era alguien a quien no había olvidado a pesar de su avanzada edad, aunque nuevamente no dio su nombre… pero sí otro, Waterton, y ese sí que era conocido.
Un ave en mano
El excéntrico naturalista, conservacionista y explorador Charles Waterton (1782-1865) era famoso por sus expediciones al continente americano de donde llevó el curare a Europa, el paralizante extracto de planta que posteriormente se utilizó como anestésico en operaciones quirúrgicas.
Waterton plasmó sus experiencias en el libro «Andanzas por Sudamérica, el noroeste de Estados Unidos y las Antillas en los años 1812, 1816, 1820 y 1824 con instrucciones originales para la perfecta conservación de las aves, &c. para armarios de historia natural», publicado en 1825.
La obra introdujo a muchos británicos, entre ellos al mismo Darwin y al otro pionero de la teoría de la evolución Alfred Russel Wallace, a las maravillas naturales que albergaban esos trópicos.
Y fue en uno de esos viajes, durante una visita a la plantación de su amigo y luego suegro Charles Edmonstone alrededor de 1812, que Waterton comenzó a estudiar y recolectar especímenes de la jungla circundante.
Pero eran tantos los ejemplos de pájaros exóticos que quería preservar que no daba abasto, así que, como cuenta en su tercer diario, que comenzó en 1820, buscó ayuda.
«Fue en esta colina en los días anteriores donde traté por primera vez de enseñarle a John, el esclavo negro de mi amigo el Sr. Edmonstone, la forma correcta de hacer pájaros.
«Pero John tenía pocas habilidades y requirió mucho tiempo y paciencia para inculcarle algo.
«Algunos años después de esto, su amo lo llevó a Escocia, donde, al quedar libre, John lo dejó y se empleó en el museo de Glasgow y luego en el de Edimburgo».
¿Sería ese el hombre sin nombre?
Numerosos historiadores han concluído que así es.
El nombre del hombre
De los primeros y los últimos años de su vida, poco se sabe.
Había nacido como esclavo en la plantación de madera en la región de Demerera del escocés Edmonstone en lo que entonces se conocía como la Guayana Británica, en el norte de América del Sur.
Como era común, a John se le dio el apellido de su dueño, y en 1817 viajó a Escocia con su amo, donde, por ley, fue emancipado.
Aunque Waterton señala que Edmonstone trabajó en museos de Glasgow y Edimburgo, los investigadores del National Records of Scotland (la oficina de registros y archivos de Escocia), consultando los directorios de oficinas de correos, encontraron a un John Edmonstone, «rellenador de pájaros», que en 1823 abrió una tienda en el número 37 de Lothian Street, cerca de la Universidad de Edimburgo.
En cualquier caso, todo indica que se ganaba la vida con el arte de la taxidermia que le había enseñado Waterton, una habilidad en demanda en esa época, no solo para fines científicos, sino también decorativos.
Y fue ese arte el que quiso aprender el joven Darwin, quien a los 16 años llegó donde Edmonstone solicitándole sus conocimientos a cambio de «una guinea por una hora todos los días durante dos meses», como le contó en una carta a su hermana Susan.
Pájaros disecados
Para las autoridades en Darwin, Adrian Desmond y James Moore, autores de «La causa sagrada de Darwin», Edmonstone le daba más que clases técnicas sobre cómo un cazador refinado como él podría conservar sus pájaros como trofeos.
En sus charlas posiblemente le contaba sobre las emocionantes aventuras de Waterton, sobre interesantes búsquedas en pos de especímenes raros y sobre ese mundo exótico que solo descubriría si cruzaba el Atlántico.
Además le hablaba de la terrible cultura de esclavismo de Demarara, un tema de particular interés para alguien que, como Darwin, venía de una familia abolicionista, creía que todas las razas pertenecían a la misma familia humana y condenaba la esclavitud como un pecado.
En ese entonces, Darwin se estaba desilusionando de sus estudios de medicina mientras que su pasión por la historia natural crecía.
Y se cree que los relatos de Edmonstone sobre la vida en las selvas tropicales de América del Sur ayudaron a cimentar su interés por el naturalismo.
Eso es probable, aunque imposible de comprobar.
Lo que sí es cierto es que lo que aprendió sobre taxidermia fue indispensable para preservar los especímenes que Darwin recolectó en su viaje de cinco años en el Beagle.
Y esos especímenes perfectamente preservados fueron fundamentales para que formulara la teoría que cambió nuestra concepción del mundo y nuestro lugar en él como ninguna otra.
Sobre Edmonstone, después de 1843 no hay rastro.
Pero aunque no podemos contar la historia completa de su vida, los atisbos recuperados por los historiadores al menos lo rescataron del olvido.
Fuente: bbc.com/mundo