El discurso de despedida de Mariano Rajoy, luego de ser vencido por una moción de censura inesperada que cambió el panorama político español en menos de una semana, nos ha dejado una frase interesante sobre la cual reflexionar, cuando afirmó “creo que he cumplido con el mandato fundamental de la política, que es mejorar la vida de las personas”.
Es una frase que, lamentablemente, muchos políticos han dejado a un lado, procurando servirse a sí mismos antes que a los demás. Platón abordaba con suma profundidad algunos aspectos de esta realidad en sus “Diálogos”, obra clave de la filosofía política.
Escribía Platón que la ciencia política es la del mandato directo, donde el verdadero gobierno “supone una ciencia, a saber, la ciencia de mandar a los hombres” (y mujeres, agregamos). ¿Para qué mandarlos, si no para su bienestar y mejoría constante? El poder político, para ser obedecido mayoritariamente, debe ser percibido como legítimo, y para ser percibido como legítimo, necesita operar a favor de los ciudadanos.
En ese contexto, la legitimidad política, es decir, el “reconocimiento social” por parte de la ciudadanía hacia las autoridades políticas, debería ser la razón y motivo del ejercicio de quienes viven de la política y para la política.
Sin embargo, en el convulso y desigual mundo que con nuestras acciones hemos creado, el ejercicio del poder lesiona constantemente el mandato de la política, generando un caldo de cultivo que resulta en el quebrantamiento social. Demasiadas veces se deja de lado el “mandato fundamental de la política” a la hora de tomar decisiones que afectan el presente y futuro de una nación. Muchos confían en lo que Antonio Navalón, columnista de El País, llamó las “matemáticas de racionalidad política”, sin caer en cuenta que la gente va cambiando, reclamando con más fuerza que nunca, que se cumpla el mandato de la política.
En la política que conocemos hoy, que tiene demasiado de Guerra Fría y poco de la sociedad del conocimiento, estamos viviendo “no por encima de nuestras posibilidades, sino al margen de nuestras realidades”, como dijo Emmanuel Macron, presidente de Francia, al referirse a la tarea de gobernar.
Lo cierto es que no es que faltan líderes, ni que haya una carencia de quienes quieran hacer de la política una ciencia a favor de los más y no de los menos. Lo que ha sucedido es un preocupante divorcio entre la realidad social y la respuesta política, que amenaza con destruir el entramado político-social.
Aún no sabemos si de la crisis de la partidocracia y de la política habrá un buen resultado que nos permita evolucionar como sociedad, donde las decisiones no estén dictadas por la popularidad, sino por la importancia que revisten para la ciudadanía.
Los países del mal llamado “primer mundo” nos aleccionan con sus crisis políticas, desde Brexit hasta los sucesos recientes de Italia y España, pasando por Estados Unidos. Nos recuerdan que la forma no sustituye al fondo y que, si bien los procesos se van perfeccionando para que haya más participación de los ciudadanos y una rendición de cuentas más eficientes, no menos cierto es que el fundamento de un mejor ejercicio de la política reside en que los espacios públicos estén ocupados por gente que dignifique el cargo.
Y dignificar el cargo significa, simplemente, cumplir con ese “mandato fundamental de la política”, que es mejorar la vida de las personas, pero con sujeción al orden legal, a la moral, a la ética y a las buenas costumbres.