RÍO DE JANEIRO — Sergio Vicente Goulard terminó desnudo sobre una camilla en el hospital, a la espera de ser reconocido. Unas horas antes, unos milicianos le dieron un tiro en la cabeza dentro de su casa. La policía todavía no sabía el móvil de su asesinato. El segundo muerto, Luiz Carlos Barbosa, fue encontrado en la calle en medio de una favela dividida entre dos grupos criminales. Lo habían ejecutado por cambiar de bando. Al tercero, Jorge Luiz Bento, lo halló su familia, sin cabeza, atado de manos, pudriéndose cerca de un riachuelo en el municipio de Nova Iguaçu. Otro fallecido, Claudeir Francisco, andaba en bicicleta cuando le dispararon. Todavía sujetaba los audífonos de su celular mientras lo lloraba su madre. Leandro Alves murió al defenderse de un asalto. Estaba con su esposa y su hijo y, cuando intentaron robarle el coche, sacó una pistola. El sexto muerto era uno de sus asesinos.
El 28 de enero de 2017 nos encontramos con estos seis cadáveres en la Baixada Fluminense, el área con más homicidios del estado de Río de Janeiro. Cada víctima representaba un problema diferente para sus asesinos. Cada cuerpo, la solución. El homicidio es el crimen más extraordinario: alguien decide quitarle la vida a otra persona y, sin embargo, en América Latina –la región más violenta del mundo–, esa persona, la víctima, está destinada al olvido y el victimario, a la libertad.
Los seis cuerpos hallados, lejos de las playas de Río de Janeiro, corroboraban el promedio de seis asesinatos diarios en esta zona marginal. Una muestra de lo que ocurre en América Latina, donde 400 personas acaban en la morgue cada día. Se mata tanto y a tal velocidad —cuatro personas cada quince minutos— que no nos alarman los que ya no están y con suerte los recordamos apenas un instante. América Latina concentra poco más del ocho por ciento de la población mundial, pero más de un tercio de los homicidios. Todas las regiones han disminuido sus estadísticas, pero nosotros cada vez matamos más.
Ese día de enero empezamos una investigación sobre el homicidio en los siete países más violentos del continente –Brasil, Venezuela, Colombia, El Salvador, Honduras, Guatemala y México– para entender cómo un acto que dura un segundo evidencia una cultura de violencia, corrupción e impunidad. Detrás del muerto hay muchos vivos: un traficante o un policía, un grupo de exterminio, un hacendado o simplemente un chico que tomó una pistola que era fácil de disparar. Un investigador con un nuevo caso que tiene más posibilidades de quedarse en el cajón que de resolverse. Un juez sobresaturado, abogados que son caros, cárceles hacinadas. Una madre, un hijo o una esposa que repetirá en su cabeza la secuencia de ese día una y otra vez.
Lo que casi nunca hay es castigo. Los países latinoamericanos incluidos en el Índice Global de Impunidad, del Centro de Estudios sobre Impunidad y Justicia (CESIJ) en México, tienen una impunidad “alta”. México es el segundo de la lista y Colombia el tercero, solo detrás de Filipinas. Si contamos la cifra negra —aquellos delitos que nunca se denuncian y permanecen en la oscuridad— los dos países tienen una impunidad del 99 por ciento.
Se mata porque se puede. Se mata por control territorial, por tráfico de drogas, por disputas políticas. Se mata por la riña más estúpida en un domingo después de un asado. El estudio mundial sobre homicidio de las Naciones Unidas clasifica en tres los tipos de asesinato: delictivo, interpersonal y sociopolítico. América Latina ocupa el primer lugar en los tres.
Un delegado de homicidios de la Baixada Fluminense nos dijo que le gustaba trabajar ahí porque era una “jungla” del asesinato con una “fauna muy variada”. Un juez de menores, que ha escuchado cientos de testimonios en sus audiencias, nos aseguró que los jóvenes rara vez tenían remordimiento por matar a alguien; más bien se avergonzaban de haber sido descubiertos. Se mata porque, si tenemos en cuenta que entre 2000 y 2015 murieron 2,6 millones de personas (casi las mismas que viven en el área metropolitana de Caracas), el asesinato se ha convertido en algo normal. Pero, en definitiva, se mata porque el crimen queda impune.
Aunque una mayoría de latinoamericanos nunca ha visto una víctima de homicidio más allá de los periódicos y la televisión, la minoría –usualmente conformada por pobres, morenos de los barrios más marginados– ha visto demasiados. Los que matan y mueren también suelen ser ellos. Un informe del Banco Interamericano de Desarrollo señala que un 50 por ciento de los crímenes en las ciudades latinoamericanas ocurren en un 1,6 por ciento de sus calles.
Hace poco visitamos Fortaleza, la ciudad de Brasil con el mayor índice de homicidios de adolescentes y niños. En 2013 la tasa de homicidios era de 267,7 por cada 100.000 habitantes entre jóvenes de 16 y 17 años, pero su mapa de violencia letal dibujaba un arco casi perfecto, alejado de la zona turística, donde había barrios sin ningún homicidio en un año.
Cuando les preguntamos a jóvenes de estos lugares cuántos asesinados han conocido, a veces utilizan los dedos de las dos manos para contarlos. Hace unas semanas, un extraficante nos decía que no recordaba a cuántas personas había matado. Lo hacía porque era lo que tenía que hacer: eliminar al enemigo. Un policía de Río de Janeiro relataba una historia similar. Lo más común es que tampoco recuerden cuántos compañeros han muerto. Un chico de 15 años nos contó que había matado a su novia porque se enfadó con ella. Tenía la pistola y disparó. La falta de premeditación suele ser escalofriante.
La mayor parte de los asesinatos en América Latina se concentran en los siete países de esa ruta que seguimos desde enero. Hace tres años los recorrimos, con otros once países latinoamericanos, para escribir Narcoamérica, un libro sobre el impacto del narcotráfico en cada uno de ellos. Cuando preguntamos a las autoridades la causa de sus tasas de homicidios, la respuesta más repetida era el narcotráfico.
El tráfico de drogas es un potenciador de nuestros males, no la causa de todos ellos. Es un negocio donde el asesinato es algo común. Países como Nicaragua, Costa Rica y Panamá, que también son parte de la ruta de la droga hacia Estados Unidos, tienen las tasas más bajas de Centroamérica, a una distancia sideral de sus vecinos del Triángulo N orte. En Perú y Bolivia, dos grandes productores de cocaína, tampoco se mata tanto como en Colombia.
Los países más homicidas tienen problemas comunes, pero también particulares. La guerra contra las drogas en México se convirtió el año pasado en el segundo conflicto más letal del mundo (solo superado por Siria). En Guatemala, El Salvador y Honduras, la lucha entre las pandillas los ha situado como la región mundial con mayor tasa de homicidios. Colombia busca la paz: las muertes asociadas al conflicto descendieron más de un tercio en una década, pero otras formas de la violencia dejaron más de 12.000 asesinatos el año pasado. Venezuela sufre una descomposición social y económica. Hasta 2016, la fiscalía estuvo ocho años sin dar cifras oficiales sobre homicidio. El último informe señala que el año pasado hubo 21.752 homicidios. En Brasil se pelea por territorio, ya sea en la ciudad o en el campo. Su policía es una de las más letales del mundo. Cada país, cada ciudad, cada barrio tiene su propia disputa. Entre todas ellas, en América Latina mueren asesinadas 144.000 personas cada año.
El homicidio no es solo una consecuencia, es un fenómeno normalizado en nuestra sociedad para resolver conflictos. Como sucede con una enfermedad o adicción, el primer paso es aceptar que somos países asesinos. Durante años, los gobiernos han maquillado la cifras y han culpado al vecino. Los números, a veces, causan más preocupación que los muertos. Cada año, la ONG mexicana Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y Justicia Penal publica “El listado de las 50 ciudades más violentas del mundo”. La lista la componen casi exclusivamente ciudades latinoamericanas (43 este año). La metodología de la organización utiliza a veces fuentes no fiables como reportes periodísticos. Pero cualquier autoridad quiere salir de la lista porque causa un revuelo internacional. Hace unos meses fuimos a Acapulco y el secretario de Turismo celebraba que su ciudad ya no estaba entre los primeros puestos y que había otras con índices peores (en 2016, Acapulco subió del cuarto al segundo lugar). Cuando San Pedro Sula encabezaba el listado, el alcalde hondureño nos respondió: “Aquí no hay tanques como en México”.
En otros casos, los gobiernos se han convertido en actores de los asesinatos atacando la violencia con más violencia, como Rodrigo Duterte en Filipinas o el tándem Felipe Calderón/Enrique Peña Nieto en México, un país que más de una década después de militarizar el combate al crimen empezó este año con el mayor número de homicidios desde que se tiene registro.
La cura a la epidemia de homicidios es larga y compleja. En América Latina hay algunas experiencias escasas que pueden estudiarse y replicarse. En Honduras, la Asociación para una Sociedad Más Justa desarrolló un proyecto para mejorar las investigaciones. En Venezuela, el Proyecto Alcatraz ofrece trabajo, deporte y formación a jóvenes en bandas criminales. En Brasil, se ha experimentado con policías comunitarias en lugares de riesgo con programas como Fica Vivo o Pacto Pela Vida. También se ha optado por poner el tema sobre la mesa con campañas contra la violencia letal como Guatemala 24-0, para promover 24 horas sin asesinatos. La restricción del porte de armas en ciudades colombianas ha derivado en disminuciones, aunque moderadas, de las tasas de asesinato. Regular la venta de alcohol como política de seguridad ha tenido éxito en Bogotá y en Diadema, en el estado de São Paulo.
En abril arrancó la campaña Instinto de Vida, en la que participan 30 organizaciones civiles de los siete países más violentos. El objetivo es reducir en un 50 por ciento los homicidios en los próximos 10 años a través de la mediación de conflictos, la regulación de armas, alcohol y drogas, la prevención de la reincidencia, la garantía del acceso a la justicia y al debido proceso o el fortalecimiento de la relación entre policía y comunidad. Todas las medidas tienen en común el rechazo a las políticas de mano dura, el foco en los lugares donde se concentran las muertes y el análisis del homicidio como un fenómeno social, educativo, económico y cultural; no solo un problema de seguridad. Todo eso está dando resultados prometedores. Pero es imposible pensar en una reducción de homicidios sin un Estado de derecho: cuando el sistema de justicia no funciona, cuando no hay investigación, cuando no hay sentencias, el asesinato crece.
Hace un par de semanas, el periodista mexicano Javier Valdez fue asesinado en Culiacán, Sinaloa. Fue el sexto comunicador muerto este año. Las agresiones contra periodistas en México —casi 800 desde el 2000— tienen un 99,7 por ciento de impunidad. Este dato se refleja en todos los casos de violencia: en la búsqueda de desaparecidos, en los feminicidios, en las masacres. El sistema de justicia funciona como un embudo: desde el policía hasta el juez se va haciendo cada vez más estrecho. Otro ejemplo mexicano: hay 4 jueces por cada 100.000 habitantes, cuando la media mundial es de 40. Producimos una cantidad de muertos exorbitante para que lo investigue un sistema incapaz y sin voluntad: ya sea por corrupción o porque los que mueren no importan.
Hace unos años, en una escena del crimen, un inspector de homicidios de San Pedro Sula tenía su bloc de notas casi vacío y se indignaba porque no conseguía información: “A nadie le importa, esto es un show”, nos dijo al señalar a los curiosos que tomaban fotos del cuerpo.
Las 400 escenas del crimen diarias demuestran que el derecho a la vida ha perdido valor. Para recuperarlo, es imprescindible atacar el homicidio con una política de seguridad acompañada de programas sociales. Y, sobre todo, romper la cadena de impunidad. Las primeras 24 horas después de cada asesinato son fundamentales. Las investigaciones deben ser rápidas, efectivas, exhaustivas y transparentes. Una cadena de justicia fuerte, desde policías especializados hasta jueces independientes y en número suficiente, es la primera clave para reducir el crimen sin castigo y que en América Latina matemos menos.