BOGOTÁ — Este martes, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia entregarán su última arma en una ceremonia en el pueblo de Mesetas, en el Meta, una de sus retaguardias. Llega así a su fin un conflicto armado de más de cincuenta años con la guerrilla más vieja de América Latina, que ha causado más de 2 mil asesinatos selectivos, 12 mil secuestros, 6 mil soldados víctimas de sus minas antipersonales y cientos de miles de personas desplazadas. Y a pesar del inmenso logro del presidente Juan Manuel Santos para desactivar este movimiento insurgente, en Colombia no se vive una fiesta.
El pesimismo ha alcanzado niveles récord según la última encuesta Gallup e igual de negativos son los niveles de aprobación de la gestión del presidente Santos y la percepción sobre lo que puede traer el acuerdo de paz. ¿Cómo explicar ese misterio?
Hay varias lecturas.
Primera: es que el colombiano es un pueblo digno, que tras ser maltratado por la guerrilla durante años, no estaba dispuesto a concederles altos niveles de impunidad a sus líderes a cambio de que dejaran las armas. Rechazaron mayoritariamente el acuerdo inicialmente firmado por las Farc porque lo vieron como otro chantaje armado más.
Segunda: que después de ocho años de un gobierno de mano dura a cargo de Álvaro Uribe en el que la guerrilla fue fuertemente golpeada y mucha gente experimentó por primera vez y durante varios años seguidos la tranquilidad, el Acuerdo de Paz es visto como “el regreso” de la guerrilla y no como su final.
La retórica oficial, tanto de Uribe como de Santos cuando era su ministro de Defensa asegurando que la guerrilla estaba derrotada, convenció a muchos colombianos de que una negociación como iguales con las Farc no era un acto de necesidad sino una traición a la patria.
Tercera: el presidente Santos es un líder estratégico, quien tuvo la ambición y la visión para sacar adelante el proceso de paz y la habilidad política para remover los múltiples obstáculos que surgieron en el camino. Pero al no ser un líder carismático, fue incapaz de construir una narrativa que le hiciera contrapeso a la del expresidente Uribe, quien usó la crisis de Venezuela como un espejo para persuadir a muchos colombianos de que el Acuerdo de Paz pavimentará el camino de Colombia hacia el castrochavismo.
Por último, está la realidad de que es Colombia en los hechos dos países: el urbano, donde vive la mayor parte de la población, y el rural, que es el que más ha sufrido la guerra con las Farc. Con algunas excepciones significativas, el país urbano fue indiferente ante la guerra; ahora lo es ante la paz.
Esto tiene razones: las vidas de los habitantes de la ciudad cambiarán poco y, en cambio, la inversión gubernamental priorizará ahora el campo y quienes han sido construidos –a punta de sus violaciones de derechos humanos– como los enemigos número uno del país tendrán voz y voto en las decisiones políticas.
Ahora que las Farc cumplieron su palabra de dejar las armas, es posible que con el tiempo el Estado y los grupos de poder colombianos cumplan su parte del acuerdo y hagan una megainversión para desarrollar el campo y democratizar la política. Esto ayudaría a que varios de los motivos para la actual desconfianza desaparezcan.
El problema para el presidente Santos es que cuenta con muy poco tiempo para recuperar la fe de su país. En 2018, Colombia tiene elecciones presidenciales y los precandidatos del expresidente Uribe ya han comenzado a hacer campaña con la promesa de modificar los acuerdos si ganan.
Que los uribistas lo hagan después de haber promovido y ganado el No en el plebiscito era esperable. Lo sorprendente es que también personas muy allegadas al gobierno del mismo Santos hayan adoptado ese discurso.
Su exvicepresidente, Germán Vargas Lleras, uno de los candidatos que cuenta con mejores opciones para suceder a Santos, defiende la retórica revisionista, igual que Juan Carlos Pinzón, hasta hace poco embajador en Washington y quien aspira a ser el candidato del partido de Santos.
Esto presiona al presidente a acelerar la implementación de los acuerdos de paz para que la sociedad se apropie de sus beneficios y evite que los echen para atrás en un año. Pero a un Santos con muy poco oxígeno político, una situación económica difícil y un gobierno que no se ha destacado por su capacidad de ejecución, le será difícil pedirles a los colombianos que le digan Sí a lo que el año pasado dijeron No.
Ante el riesgo de que los intereses electorales se lleven por delante un logro tan impresionante como que los siete mil combatientes de las Farc hayan entregado 7132 armas y hayan creído en la palabra del presidente en el que tantos desconfían, le tocará ahora el turno a la sociedad civil organizada asumir el liderazgo para construir una paz duradera. No será fácil, pues todavía hay guerrillas y organizaciones criminales en muchos lugares del país. Pero ya con las Farc desarmadas, se abre un espacio mayor para construir un país más integrado con el campo, y en donde los disensos no se resuelvan a plomo.
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