Donald Trump ha dado vía libre al activismo electoral en los púlpitos. En un gesto dirigido a los grupos religiosos que le apoyan, el presidente de EEUU ha dejado sin efecto la norma que impedía a las iglesias respaldar u oponerse a un candidato político sin querían mantener su exención fiscal. Neutralizada la Enmienda Johnson, vigente desde 1954, la propaganda política irrumpe en los recintos sagrados. “Desde hoy, ya pueden decir lo que quieran”, clamó el mandatario.
Trump tuvo durante años como única catedral a la discoteca Studio 54, de Nueva York. En su juventud y madurez fue un playboy, un tiburón inmobiliario, un adorador del becerro de oro, pero nunca se le identificó por sus creencias religiosas. Dios, en su vida, apenas existía. O por lo menos no aparecía en sus escritos ni en sus obras. Él mismo se jactaba de no arrepentirse de nada y de apurar sus días al minuto.
Ese Trump vitalista y desmesurado fue virando al entrar en política. “Trump es un ser transaccional con las personas, y no iba a ser diferente con Dios: todo depende de lo que pueda obtener”, ha escrito la biógrafa Gwenda Blair.
En la búsqueda del voto conservador, Trump sacó su etiqueta de presbiteriano y jugó la baza religiosa. No en sus discursos ni en su retórica general, donde evitaba mencionar a Dios, sino en el contacto directo con las iglesias. En la campaña, dio nueve entrevistas a una de las más influyentes emisoras cristianas, escribió cartas de apoyo a la conferencia episcopal, estrechó la mano a religiosos de todo signo y reunió a cerca de un millar de líderes católicos y evangélicos en Nueva York. Sin hacer demasiado ruido se apoderó de un territorio que su rival Hillary Clinton descuidó. Y obtuvo sus frutos.
Su éxito fue arrollador entre católicos blancos (60%), mormones (61%) y evangelistas blancos (81%), superando en este último segmento, que representa un 20% del electorado, los resultados de anteriores candidatos republicanos. Sólo los judíos y los católicos hispanos resistieron su poder de atracción y apoyaron mayoritariamente a Clinton.
Ya en la Casa Blanca, Trump ha decidido mantener activo este caladero. Para ello ha empezado a mencionar a Dios más que nunca. Lo puede hacer al bombardear a Siria o designar al nuevo juez del Supremo. “Nuestra república fue creada sobre la base de que la libertad no es un regalo del Gobierno, sino de Dios”, ha llegado a decir.
En esta nueva narrativa le acompaña su vicepresidente, el antediluviano Mike Pence. Juntos estimulan la confianza de las iglesias más conservadoras con gestos altamente deseados. Entre ellos destaca la apertura de los púlpitos a la batalla electoral.
La orden ejecutiva fue presentada con exquisito cuidado. Para su firma se eligió el Día Nacional de la Oración y se invitó al Jardín Rosado de la Casa Blanca a representantes de tres confesiones. Dado que eliminar la enmienda requiere de un complicado trámite parlamentario, el camino elegido para desactivarla ha sido ordenar al organismo encargado de su cumplimiento que haga caso omiso en el caso de las iglesias. Una fórmula que previsiblemente será impugnada en los tribunales y que tiene, según los expertos, pocas posibilidades de sobrevivir.
Pese a ello, la medida sirve a Trump para posicionarse nuevamente ante su electorado como un político que cumple sus promesas. “Por demasiado tiempo, el Gobierno federal ha usado el Estado como un arma con la gente de fe. Esto ha terminado. Nadie debe censurar sermones o elegir como blanco a los pastores. La libertad de expresión no acaba en las escaleras de una iglesia”, proclamó el presidente en tono enfático.
De la orden ha quedado fuera su contenido más espinoso. Un borrador desatapado en febrero incluía una disposición que permitía, por cuestiones de fe, discriminar a gays y transexuales en las contrataciones. La polvareda levantada y la intervención de la hija mayor de Trump, Ivanka, dieron al traste con esta iniciativa. En la orden aprobada hoy esta bomba de relojería quedó reducida a un mandato para que el Gobierno “proteja y promueva la libertad religiosa”. Un paso al que Trump, como siempre, ha llenado de furia política.
Referencia: El País, España