Por Israel Castillo de Jesús
Era probablemente la segunda semana de mi estadía de un mes en Shenzhen, China. Ya conocía el entorno del Hotel Century Kingdom donde estábamos hospedados, justo al frente de la terminal de trenes interurbanos y de metro Buji, la más grande de toda la ciudad, y pensé en aprovechar la tarde libre que nos dejó el seminario, para salir a caminar y observar a la gente, la arquitectura, las costumbres… después de todo, probablemente estaría en China esa única vez en mi vida.
Con los chinos no es que tengamos tantísimas diferencias, sino que la distancia cultural y geográfica nos hacen verlos excesivamente distintos. Sin embargo, sí hubo cosas que me desconcertaron en verdad, como el hecho de que, desde hacía dos semanas, el único ciudadano chino que entendía y hablaba el inglés, que pude encontrar fue nuestro coordinador, Jack, y los profesores, desde luego. Uno podría entender que, en una ciudad cualquiera, el inglés no fuera relevante, pero es que nos encontrábamos en Shenzhen, la meca de la tecnología, la ciudad de mayor cantidad de millonarios de toda China, la Silicon Valley del mundo oriental. Shenzhen era por mucho la ciudad de mayor desarrollo de China y era palpable en las calles y avenidas, realmente se sentía que estaba viva la ciudad. Cada dos cuadras se estaba construyendo un rascacielos, ya había 11 líneas del metro y en el momento de nuestra visita, se estaban construyendo 5 líneas adicionales de manera simultánea. En medio de toda esa efervescencia, y a pesar de ser el lugar donde se origina la abrumadora mayoría de los dispositivos y componentes electrónicos que consume el mundo, a pesar de las calles estar atestadas de tiendas y marcas occidentales, era imposible encontrar quien entendiera el inglés.
Caminé unas cuadras, doblé algunas esquinas, observé que todos los taxis y autobuses eran eléctricos y que, en el caso de los segundos, pertenecían a una sola empresa, de carácter estatal. Qué envidia, ¿no?
Continué caminando, observé un McDonalds, un Wallmart, un señor paseando un perrito y una mujer embarazada. De hecho, en 15 días recorriendo toda la ciudad, utilizando el abarrotado metro y yendo a decenas de lugares con alta concurrencia, era apenas la segunda mujer embarazada que veía. ¡Vea usted y asómbrese!
Unos metros al frente una joven con un niño caminan por la acera, los adelanto. En ese momento escucho “It’s amazing, I want try it again!”. No pude evitar voltear. El niño saltó desde unas escaleras, le pareció divertido y quería repetirlo. Pensé que sería un caso aislado. ¿Cómo es que ese niño hablaba inglés?
En los días sucesivos, aquel niño no salía de mi cabeza. Observe más de cerca el comportamiento de los chinos con los que me topaba, trataba de hacer amigos allí donde iba. Intentaba hablarles, con la esperanza de encontrar alguno que hablara inglés o quizás español, uno nunca sabe. En este afán descubrí que los chinos se han vuelto amistosos con el tiempo; los señores y señoras mayores o de mediana edad a los que abordaba, respondían agrios y de mal humor con tan solo acercarme. En cambio, los jóvenes, en edad de secundaria y universidad, digamos, eran altamente afables y eran ellos quienes se acercaban a nosotros en las calles. No, estos tampoco hablaban inglés, pero traían un celular con traductor y no perdían la oportunidad de hablarnos a través del aparato.
Una noche de tantas, estando en un Wallmart cercano al hotel, un compañero de seminario, de nacionalidad azerí, le habló en inglés a un niño y el niño le respondió. Yo no entendía lo que pasaba. Luego me explicó que era el quinto niño con el que hablaba en inglés. Cómo imaginarán, no me quedé con la duda, así que le pregunté a uno de nuestros profesores y la respuesta fue reveladora: “Hace algunos años, el gobierno estableció la obligatoriedad del dominio del idioma inglés para los niños. Por eso puedes hablar con casi cualquier niño chino en inglés”.
Días más tarde viajaríamos en avión a varias ciudades chinas, entre ellas Hefei, eminentemente universitaria, donde comprobé de nuevo el maravilloso proceso en el que se encontraba el pueblo chino. En una caminata nocturna con algunos compañeros de África y Medio Oriente, recorrimos los alrededores de varias universidades cercanas a nuestro hotel y nos encontramos con que todos los estudiantes, adolescentes, sin excepción, hablaban el inglés.
Esa noche hablamos con más de una docena de ellos. Estos muchachos eran el producto de una política de Estado que procura el desarrollo humano de su pueblo. El nivel de apertura de China a través de las décadas, está grabado en su gente como en un fósil, o como las marcas en las rocas de un viejo río, que indican donde estuvo el nivel del agua alguna vez. Igual que ocurre con el idioma inglés, en este país se encuentran en marcha ingentes reformas, que generación tras generación, harán al pueblo chino experimentar cambios sustancialmente notables, que elevarán su nivel de vida y su índice de desarrollo humano.
En los países latinoamericanos no ocurren este tipo cosas por dos razones fundamentales: primero, porque los gobiernos transcurren desorientados de sus responsabilidades o les importa un carajo cualquier cosa que no tenga que ver con poder o dinero. Y segundo, porque nuestra gente quiere cambios, pero los quiere ya, ahora, instantáneos, y no está dispuesta a esperar a que pase una generación para ver los resultados.