Es hora de levantarse y de empezar el día de buen ánimo, superando los desalientos y dudas del diario vivir. La mayoría de los seres humanos, lo primero que hace al levantarse es mirarse al espejo. Es una rutina que se realiza casi inconscientemente.
En esa ceremonia diaria, con la más provocadora sinceridad, el espejo parece entablar con cada uno de sus clientes un diálogo, diciéndole: “Estás barbudo, descuidada, cansado, aburrida, sin ánimo, deprimida; pero, ¡qué feos están tus dientes!…”
La reacción normal de quien no quiere dejarse caer, es empezar a restaurar su imagen: cepillarse, lavarse la cara, ducharse, peinarse. Si es mujer, se pone un poco de coloretes, polvo, quizás aretes. Si es hombre, se afeita, se unta un poco de perfume. En fin, nos damos a la tarea de mejorar nuestra imagen.
Todo el mundo quiere tener una buena apariencia y para eso hace lo imposible: va al salón, al barbero, al sastre, a las tiendas, a la modista, se limpia los zapatos, se pone una corbata, un saco y así por el estilo. Y cuando ya está impecablemente vestido va de nuevo a preguntarle al espejo: -“Eh, ¿qué te parece?” -“Ahora estás mejor”, le responde el espejo.
Lo mismo sucede a nivel de la salud. Cuánto dinero nos gastamos en medicina, en visitas a médicos, diferentes tipos de análisis, placas, intervenciones quirúrgicas. Tal vez nos sentiríamos mejor si no nos preocupáramos tanto en que nos digan cómo estamos.
Para estar bien buscamos momentos y días para descansar, ir a la montaña, a la playa, de excursión. Y sobre todo tratamos de alimentarnos en la forma más adecuada, balanceada, preocupándonos para mantener la forma; bailamos zumba, hacemos ejercicios aeróbicos y vamos al gimnasio.
Restaurar nuestras fuerzas y remozar nuestra imagen es una necesidad y para eso estamos dispuestos a gastar dinero y tiempo. Eso es sumamente importante en nuestra vida. Pero cada día hay que restaurar la vida espiritual.