San Felipe Neri
Felipe Neri nació en Florencia, el 21 de julio de 1515, y fue educado piadosamente por sus padres y por los dominicos de San Marcos, participando siempre de la opinión favorable de fray Jerónimo Savonarola y admirando el arte de fray Angélico, cuyas pinturas contempló tantas veces en el convento florentino. Su padre, notario de profesión, no podía alimentar a su familia ni con su trabajo ni con sus propiedades, por lo que Felipe fue enviado al reino de Nápoles, a una ciudad próxima a Gaeta, llamada San Germán, a los pies de la abadía de Montecassino, en casa de un pariente, comerciante de profesión, llamado Rómulo. Felipe, no sintiéndose llamado a los negocios, se despidió de su tío y emprendió el camino de Roma, que sería el lugar definitivo de su peregrinación, cuando tenía diecisiete o dieciocho años. Y nunca más saldría de allí. Dios le enviaba a cumplir una misión en la capital del mundo católico, El recuerdo dejado en Florencia por Felipe fue el de un «chico bueno», servicial, cariñoso, alegre y piadoso, «Pippo buono».
Su instalación en Roma y primeros pasos
En Roma hacia el año 1535, cuando tiene veinte años, Felipe, orando, descubre en los lugares santos, especialmente en las Catacumbas de San Sebastián, en sus galerías, tumbas, arcosolios e inscripciones, el espíritu de la Iglesia romana primitiva, la que siguió a los apóstoles Pedro y Pablo, a los cristianos que siguieron a Cristo con una fe inquebrantable, Estos retiros de oración se hicieron en él costumbre y los continuó por espacio cíe más de diez años continuos, siendo la admiración de los jóvenes y de los novicios de las órdenes religiosas. Y allí, en una visión mística del globo de fuego, recibió de modo especial la efusión del Espíritu Santo, que le acompañó toda la vida. Libre de la disciplina académica se entregó a las obras de caridad, especialmente con los niños, jóvenes y enfermos. Con sus primeros compañeros cooperó y fomentó la confraternidad de la Doctrina Cristiana, para enseñar la doctrina a los niños, a la que dedicará luego toda su vida su compañero Enrico Pietra. Eran niños de la calle, como los que hoy vemos en las grandes ciudades: tampoco aquellos tenían en muchos casos padres reconocidos, «Sed buenos si podéis», les decía con mucha pedagogía el joven Felipe. Luego comenzó un apostolado callejero, por las plazas, las tiendas, las oficinas bancarias, donde se encontraban los jóvenes florentinos, «hablando con mucha libertad de cosas espirituales a cualquier género de personas». Les decía también: Amigos, ¿cuándo comenzamos a hacer el bien?» Así consiguió que muchos reformaran sus vidas y vivieran cristianamente.
Con los enfermos y peregrinos
Fue por entonces cuando Felipe encontró al que había de ser su director espiritual, el padre Persiano Rosa, sacerdote residente en San Jerónimo de la Caridad, en la vía Monserrato, Los dos dieron comienzo. en 1548, a la Cofradía de la SantiSima Trinidad de Convalecientes y luego de Peregrinos. Fue la culminación de la práctica que había mantenido de visitar en los hospitales de Roma los enfermos.
El joven Felipe unía la oración a la acción y no comenzaba las obras de caridad sin antes haberse dedicado a ella él y los suyos. Cuando llegó el Año Santo de 1550 y de 1575, la cristiandad entera fue testigo de que algo en Roma estaba cambiando, y no sólo en el aspecto monumental y artístico y urbano, no sólo como efecto de la gran asamblea del Concilio de Trento, sino por los trabajos de Felipe Neri y de otros santos que el Espíritu había conducido a la Ciudad Eterna y trabajaban a pie de calle. Seguramente que Felipe se sentía plenamente realizado en este servicio, y no hubiera pensado en cambiar de vida, si la voluntad de Dios no se le manifestase claramente. Y así fue corno, por indicación de su confesor, Persiano Rosa, aceptó prepararse y ordenarse sacerdote en 1551, cuando aún no había terminado el Concilio y él contaba treinta y seis años de edad.
El Oratorio romano
Una vez ordenado sacerdote abandonó la casa de sus amigos de primera hora, la familia Gacela, y se trasladó a vivir al sodalicio de San ,Jerónimo de la Caridad, con el padre Rosa y otros sacerdotes. Allí le encontrarán desde ahora todos sus amigos y cuantos le busquen. Ahora cuenta también con un grupo notable de penitentes. Comienza en su aposento las reuniones espirituales con un reducido grupo, donde tratan familiarmente la Palabra de Dios, animando a los suyos a confesar y comulgar con frecuencia, cosa novedosa por aquellos tiempos, y hasta escandalosa. De día y de noche tenía la puerta abierta para los que quisieran entrar. Siete eran los que acudían diariamente: Simón Brasini, Montezazara, Miguel de Prado, Francisco María Tanigi, Salviati, César Baronio y Juan B. Modio. Estas reuniones eran informales al principio, cada uno hablaba con sencillez y con fuego, según el Espíritu le movía, lo cual no dejaba de ser sorprendente en unos laicos. Los jóvenes romanos y florentinos seguirán asistiendo a estas reuniones que se tenían por las tardes, y que en seguida, por el gran número de asistentes, tuvieron que trasladarse a otro lugar, cedido por la cofradía en el mismo edificio. Los ejercicios adquirieron forma de conferencias en las que se hablaba de la vida de los santos, de la historia de la Iglesia, de la práctica de las virtudes y de los novísimos. Terminada la reunión, todos salían a dar un paseo, y, si era día de fiesta, iban a rezar o cantar vísperas o completas a alguna célebre iglesia donde se hacía la conmemoración más solemne. Así comenzó el célebre Oratorio romano, hacia el cual, con hábil ingenio, Felipe supo atraer a la juventud, librándola de muchos peligros y ciándole a conocer otros valores superiores a los cuales entregarse. Esto se hacía sin abandonar las obras de caridad pública ni la caridad secreta con las familias necesitadas. Felipe celebraba la misa todos los días a la última hora de la mañana, y desde muy temprano se sentaba en el confesonario; cuando no tenía penitentes continuaba sus rezos en el banco, salía a la puerta para dialogar con los transeúntes. Se trataba de una calle muy concurrida que conduce desde el Puente de Sant’Angelo al palacio Farnesio y al Campo dei Fiori.
La Congregación del Oratorio
En 1575, Gregorio XIII cedió a Felipe y los suyos la iglesia de Santa María en la Vallicella, entonces un pequeño templo parroquial en el barrio de Parione, y hoy una de las más hermosas basílicas de la ciudad. Allí se estableció definitivamente la Congregación del Oratorio, para seguir la obra del padre Felipe, a la que sin pretensiones de fundador había dado forma y vida. Allí fue también él a vivir en 1583, abandonando su residencia de San Jerónimo, porque la cabeza tenía que estar junto con los miembros. Primero fue el Oratorio Secular y después la Congregación del Oratorio. Nada tenían ya que inventar, pues la experiencia de la vida pasada les había marcado el camino para la convivencia y el gobierno. Por primera vez en la historia de la Iglesia se reconoce una sociedad de vida apostólica de sacerdotes y laicos sin votos, viviendo en comunidad, y teniendo la caridad como regla suprema. El padre Felipe era obedecido prontamente, pero con fina ironía, porque mando poco». Con todo, para vivir a su lado se requería un alto grado de espíritu. Ésta era la reforma por la que había luchado, que la comunidad de fieles tuviese el espíritu de las primeras comunidades cristianas y que el clero viviera plenamente la perfección que le es propia, por su carisma sacerdotal y pastoral. El clero del Oratorio dio a la Iglesia santos sacerdotes, ejemplares pastores y eximios cardenales.
«Finalmente, hay que morir»
La colonia española de Roma en el siglo XVI no fue ajena a este movimiento del Oratorio romano: los embajadores, militares, escritores, artistas y sacerdotes españoles siguieron con interés este movimiento y algunos entraron en él. Recordarnos entre otros a clon Gaspar de Guzmán y su santa esposa, cuya casa frecuentaba Felipe; el siguiente embajador, duque de Sesa, y su familia; los maestros de música Tomás Luis de Victoria y Soto Langa, sacerdote fue de la comunidad de los filipenses romanos; don Martín de Azpilicueta, célebre jurisconsulto y moralista; Pablo de Céspedes, San José de Calasanz; muchos padres de la Compañía como San Francisco de Borja y Diego Laínez. Nada tiene, pues, de particular que la fama de Felipe se extendiese en seguida por España.
El padre Felipe Neri murió en Roma el 26 de mayo de 1595, la noche después del Corpus. Refiere Bacci con todo detalle las últimas horas del padre, resignado en la voluntad de Dios: Finalmente hay que morir, decía. Estuvo acompañado por los cardenales Gusano y Federico Borrorneo; luego llegaron todos los miembros de la comunidad y el padre César Baronio le administró la Santa Unción y le hizo la recomendación del alma. Pidió Baronio a Felipe la bendición para la comunidad, y mirando al cielo expiró.
Ángel Alba C.O.