El Señor es el único Señor

Santa Clara de Asís

Santa Clara de AsísReligiosa italiana, colaboradora y amiga de Francisco de Asís, fundadora de la Orden de las monjas clarisas. Fue canonizada en 1255 por el Papa Alejandro IV en la Catedral de Anagni.

 

Una lectura críticamente afinada de las fuentes biográficas y de los escritos de Clara de Asís, nos permite definir a grandes rasgos la personalidad de esta mujer, a quien los ministros generales de la familia franciscana describían así, en su carta Clara de Asís, mujer nueva, escrita con ocasión del octavo centenario del nacimiento de la santa: «De personalidad fuerte, valerosa, creativa, fascinante, dotada de extraordinaria afectividad humana y materna, abierta a todo amor bueno y bello, tanto hacia Dios como hacia los hombres y hacia las demás criaturas. Persona madura, sensible a todo valor humano y divino, que está dispuesta a conquistarlo a cualquier precio» (Clara de Asís, mujer nueva, 5).

Añádase a ello su honda experiencia espiritual, su condición de fundadora –por la que ha dejado a la Iglesia la Orden de las Hermanas Pobres o clarisas, presente en los cinco continentes y formada en la actualidad por unas 18.000 hermanas– y que es la primera mujer en conseguir, tras una larga lucha, la aprobación pontificia de una regla propia y el insólito privilegio de la pobreza». Todo ello nos permite pensar que nos hallamos ante una mujer y Santa de talla excepcional.

Infancia y primera juventud

Clara nació en Asís, pequeña ciudad italiana de la Umbría, en el año 1193 ó 1194, en el seno de una de las familias de la nobleza ciudadana, del matrimonio Favarone de Offreduccio y Ortolana… De su madre recibe Clara su espíritu emprendedor, su delicadeza y sensibilidad, su preocupación religiosa y por los pobres, y el gusto por la oración, ya en su juventud, como se desprende del testimonio de los testigos del proceso de canonización de la santa.

Siendo todavía niña, la guerra en Asís del pueblo y laburguesía contra la vieja nobleza feudal obligó a la familia de Clara a exiliarse, hacia 1201 ó 1202, en la vecina ciudad de Perusa, siendo ello ocasión para que el pueblo y la burguesía de Asís le declararan la guerra. El ejército asisiense fue derrotado en la batalla de Collestrada, y Francisco de Bernardone (Francisco de Asís) hecho prisionero, siendo liberado un año más tarde, después del pago de su rescate. Firmada la paz entre Asís y Perusa, la familia de Clara regresa a Asís, hacia 1205… En seguida comenzó a oír hablar de algo que iba a influir de manera decisiva en su vida: la conversión del joven Francisco, «el rey de la juventud de Asís», hijo del rico comerciante Pedro Bernardone, exponente significativo de la burguesía naciente: renunciando a su vida fácil, había comenzado una vida de penitencia, retiro y oración, conviviendo con los pobres y leprosos, a los que ayudaba generosamente con los bienes de su familia.

De la vida de Clara en estas fechas da fe en el proceso de canonización uno de los sirvientes de la casa paterna, quien dice que, «aunque la corte de su casa era una de las mayores de la ciudad y en ella se hacían grandes dispendios, los alimentos que le daban como en gran casa para comer, ella los reservaba y ocultaba, y luego los enviaba a los pobres… Y ella llevaba bajo los otros vestidos una áspera estameña de color blanco. Dijo también que ayunaba y permanecía en oración, y hacía otras obras piadosas, como él había visto. (Proceso de canonización, 10, 1-5). Entre los pobres a los que llega su solidaridad están también Francisco y sus primeros compañeros. Entretanto, la familia de Clara pretende unirla en matrimonio «según su nobleza, con hombres grandes y poderosos. Pero la joven, que tendría entonces aproximadamente 18 años, no pudo ser convencida de ninguna manera, porque quería permanecer virgen y vivir en pobreza» (Proceso de canonización, 19,2).

Tras los pasos de Francisco de Asís

Clara quedó fuertemente impresionada por la «conversión» de Francisco, cuya forma de vida le interrogaba profundamente, y, poco a poco, durante unos cinco años, fue madurando en ella la idea de compartir su «forma de vida y pobreza». Con este fin se encontró en varias ocasiones con el santo, haciéndolo a escondidas, dadas las lógicas resistencias del ambiente familiar y la necesidad de mantener a salvo la «buena fama» de una mujer de su clase. Clara le informó de su propósito, que Francisco alentó; por lo que, en la noche del Domingo de Ramos de 1212, después de haber vendido los bienes de su dote para el matrimonio y distribuido lo recabado entre los pobres, Clara se fugó de la casa paterna, y, en Santa María de los Ángeles, donde la esperaban Francisco y sus compañeros, el santo aceptó su consagración a Dios.

Francisco la llevó seguidamente al monasterio benedictino de San Pablo de las Abadesas, en Bastía Umbra, uno de los más importantes y ricos de la comarca, con el fin de defenderla frente a la más que probable ira de la familia, y a la espera de clarificar cuál había de ser su forma de vida y su participación en la vida de su fraternidad… Después de una breve estancia en San Pablo, Clara pasó a la comunidad de Santo Ángel de Panzo, a las puertas de Asís, donde un grupo de mujeres religiosas vivían vida común. Buscaba con ello una forma de vida más conforme a la que llevaban Francisco y sus hermanos. Estando en Santo Ángel se le unió su hermana Inés − Santa Inés de Asís − que, en las manos de Francisco, se consagró también a Dios. En breve se les unieron otras compañeras, y, según el testimonio de la santa en su testamento, todas ellas prometieron voluntariamente obediencia a Francisco (Testamento, 24 – 25).

Pocas fechas más tarde, Clara y sus primeras hermanas se establecieron en San Damián − por lo que se las conocerá en seguida como «damianitas» −, y recibieron de Francisco la «Forma vitae», con la que tenía lugar su plena incorporación a la fraternidad franciscana, después de sus tanteos monásticos y penitenciales. De ello da fe la propia Clara en su regla, cuando dice: «Y considerando el bienaventurado padre [Francisco] que no temeríamos pobreza alguna, ni trabajo, ni tribulación, ni afrenta, ni desprecio del mundo, sino que, al contrario, todas estas cosas las tendríamos por grandes delicias, movido a piedad escribió para nosotras la forma de vida» (Regla, 6,2-3), «con el propósito, sobre todo de que perseveráramos siempre en la santa pobreza» (Testamento, 33).

La larga lucha por «El privilegio de la pobreza»

Aunque en los últimos decenios habían comenzado a surgir en Italia y otros lugares del mundo cristiano comunidades de mujeres religiosas con ideales más o menos similares a los de las hermanas de San Damián, la forma de vida de éstas chocaba con los modelos preexistentes y comúnmente aceptados de vida religiosa. Por esto, es más que probable que se vieran rodeadas durante algún tiempo de una cierta incomprensión general, así como de la actitud prudente y recelosa de la autoridad eclesiástica que, en el Concilio Lateranense IV (1215), prohibía nuevas formas y comunidades religiosas al margen de las reglas tradicionales, teniendo en el punto de mira, sobre todo, las nuevas comunidades religiosas femeninas, que no raras veces habían ido surgiendo sin una regla precisa y hasta sin el reconocimiento del obispo respectivo. Como consecuencia de ello, Clara y sus hermanas se vieron obligadas a aceptar la regla benedictina, poco acorde con la forma de vida y pobreza de San Damián. Pero la santa no se resignó a ello, y para salvaguarda de la originalidad de su inspiración y de las peculiaridades de su vida religiosa en pobreza-minoridad, fraternidad y contemplación, solicitó y consiguió del papa Inocencio III, salvadas las lógicas resistencias, el insólito privilegio, llamado privilegio de la pobreza, de poder vivir sin privilegios, sin rentas ni posesiones, siguiendo las huellas de Cristo pobre. Entretanto Francisco dejó totalmente en manos de Clara el gobierno de su comunidad, pasando a ser su abadesa, cargo que ella asumió, según escribe su primer biógrafo, «porque la obligó el bienaventurado Francisco» (Legenda sanctae Clarae, 12).

El 29 de noviembre de 1223, el papa Honorio III aprobaba, mediante bula, la regla de Francisco para los Hermanos Menores, con lo que Clara comenzó a soñar con acogerse a ella, liberándose de la regla benedictina… Pero por el momento hubo de soportar la tensión de la espera, al tiempo que veía a Francisco aquejado por un sin número de dolencias y, lo que para él y ella era peor, abatido y angustiado porque una parte de sus hermanos parecía haber olvidado la primitiva radicalidad evangélica de la pobreza y la humildad. En los primeros meses de 1225, antes de emprender viaje a Rieti en busca de cuidados médicos, el santo quiso despedirse de las hermanas de San Damián. El agravarse de sus muchas dolencias le obligó a permanecer allí algunas semanas, circunstancia que ofreció a Clara la oportunidad de ayudar a Francisco a liberarse de las garras de noche de su espíritu… Y recobrada la paz de su espíritu, Francisco, hecho físicamente todo él una llaga y casi ciego, compuso entonces la primera parte del Cántico de las criaturas y su Exhortación cantada para Clara y sus hermanas, invitándolas a perseverar, con gozo y alegría, en su forma de vida y pobreza.

En la tarde del 3 de octubre de 1226, moría Francisco en Santa María de los Ángeles… La muerte del «padre Francisco», a quien Clara había considerado siempre su «columna», su «único consuelo después de Dios» y su «apoyo» (Testamento, 38), supuso para ella un gran vacío; pero lejos de alejarla de su propósito, avivó en ella el fuego de la fidelidad al camino evangélico franciscano.

La primera mujer fundadora, autora de una Regla

En los años siguientes, Clara tuvo que asumir una cierta soledad en su lucha, agudizada por sufrimiento de ver divididos a los Hermanos Menores en la interpretación de los ideales de Francisco, que, en la complementariedad de su vocación, eran también los suyos. Pero la fe de Clara y su amor inquebrantable a la herencia de Francisco hicieron que San Damián se convirtiera en el santuario de la fidelidad a los orígenes franciscanos, y Clara en la mejor intérprete del franciscanismo.

Imperturbablemente fiel, con el ardor del enamorado, a su forma de vida evangélica y pobreza, tras las huellas de Cristo Siervo, Clara siguió anhelando poder acogerse a la regla de Francisco, cosa que consiguió parcialmente en 1247, con la regla o forma de vida dada por Inocencio IV para la orden de San Damián, por la que la regla de San Benito era sustituida por la de San Francisco en la fórmula de la profesión… Mas tampoco pudo Clara quedar satisfecha con la nueva regla, que no recogía adecuadamente su ideal evangélico franciscano, y autorizaba la posesión de toda clase de bienes en común; por lo que las hermanas de San Damián, haciendo valer su privilegio de la pobreza, no se sintieron obligadas a su observancia. La regla de Inocencio IV encontró también fuertes resistencias en algunos otros monasterios, por lo que, tres años más tarde, el mismo papa declaraba que no era su intención imponerla, ocasión que aprovechó Clara para presentar a la aprobación pontificia su propia Regla franciscana, redactada teniendo como base la regla de Francisco y los escritos del santo para las hermanas de San Damián. En septiembre de 1252, el cardenal Rainaldo, en su condición de cardenal protector de la Orden de los Hermanos Menores y de la orden de San Damián, aprobó en nombre del papa, sólo para monasterio de San Damián, la regla de Clara.

Desde hacía algunos meses la enfermedad mantenía postrada en el lecho a la santa; haciendo temer en más de una ocasión su próxima muerte, Clara dictó su testamento. En el proceso de canonización, las hermanas de San Damián narran un hecho prodigioso que habría tenido lugar en la Nochebuena de ese mismo año: forzada la santa a permanecer en cama, no pudo participar de la liturgia de la Nochebuena; lamentándose afectuosamente de ello ante el Señor, pudo ver desde su propio lecho a los Hermanos Menores que celebraban la Eucaristía en la basílica de San Francisco en Asís, y unirse a su celebración, Es ésta la razón por la que el papa Pío XII la nombró, en 1958, patrona de la televisión.
En los primeros días de agosto de 1253, el papa Inocencio IV visitó a la santa en su lecho de muerte, ocasión que aprovechó ella para pedir la aprobación pontificia de su regla para la Orden de Hermanas Pobres, cosa que le fue concedida.

Muerte y Glorificación

Dos días más tarde, el 11 de agosto de 1253, moría Clara en San Damián, y al día siguiente era enterrada en la iglesia de San Jorge en Asís.

A la muerte de la santa eran numerosos los monasterios de la orden de San Damián —no menos de veinte en la península Ibérica—, que con la regla de Urbano IV (1263) será en adelante reconocida como «Orden de Santa Clara».

En agosto de 1255 tuvo lugar la canonización de Clara de Asís en la catedral de Agnani: era la primera mujer que sin ser de estirpe regia, subía desde hacía siglos al honor de los altares. En 1260 se efectuó el traslado de sus restos a la basílica que lleva su nombre en Asís.

Escritos: Proyecto de vida y espiritualidad

Hasta nosotros han llegado, además de su regla, otros escritos de Clara en su calidad de «abadesa y madre», y fundadora, como son el Testamento y la Bendición a sus hermanas. Se conservan también cuatro cartas, de lo que parece que fue su numerosa correspondencia epistolar, destinadas a Santa Inés de Praga o de Bohemia, hija del rey Otocar, la cual después de renunciar al matrimonio con el emperador Federico II, en 1234 se hizo «damianita» en el monasterio de San Francisco por ella misma fundado en Praga. Aunque se trata, evidentemente, de un conjunto breve de escritos, que tal vez no sea tal en relación con su contexto histórico, es suficientemente significativo y plural, hasta el punto de permitir introducirnos en la experiencia humana y espiritual de esta mujer excepcional.

En su regla se sirve como base, incluso literalmente, de la regla de Francisco, sin que por ello sea, en modo alguno, una copia de la misma, como tampoco lo es su proyecto y forma de vida. Y así, si por una parte, en dependencia directa de Francisco, encontramos definida en ella, la identidad franciscana de su proyecto y forma de vida: el seguimiento, en fraternidad, de la pobreza y humildad de Cristo, en el recinto de la familia franciscana y en la comunión eclesial; por otra parte, la regla define también con especial acierto, originalidad e incluso audacia evangélica, la singularidad y complementariedad de la Orden de Hermanas Pobres: la vida franciscana en el marco de una comunidad monástica, igualitaria y fraterna, en la acogida, el silencio y la oración, como María, la Virgen creyente, mujer y madre.

Sus cartas a Inés de Praga… están cargadas de afecto y confianza, como expresión del papel determinante que el amor fraterno tiene en el proyecto de vida contemplativa de Clara, y son, al mismo tiempo, un eco fiel de la hondura excepcional de su experiencia espiritual y mística. Ésta encuentra su clave en la contemplación del «pobre y humilde» Jesucristo, y en el seguimiento alegre e incondicional de «sus huellas y pobreza»: «Míralo [a Cristo] hecho despreciable por ti –escribe en la segunda carta— y síguelo, hecha tú despreciable por él en este mundo. Reina nobilísima, mira atentamente, considera, contempla, con el anhelo de imitarle, a tu Esposo, el más bello de los hijos de los hombres, hecho para tu salvación el más vil de los varones» (Segunda carta a Inés de Praga, 19-20), Y como no podía ser menos, en su experiencia interior y mística tiene un protagonismo único la afectividad y el amor esponsal, de lo que dan fe las mismas cartas…: «Dichosa en verdad, aquella a la que se ha dado gozar de este sagrado banquete [los desposorios con Cristo] y apegarse con todas las fibras del corazón a aquel cuya belleza admiran sin cesar todos los bienaventurados ejércitos celestiales» (Cuarta carta a Inés de Praga, 9-10).

Un último bloque de sus escritos lo forman el Testamento y la Bendición a sus hermanas. El primero, un escrito personalísimo y en cierto sentido autobiográfico, destinado a sus «queridísimas y amadísimas hermanas, presentes y futuras», es, en primer lugar, un memorial estimulante y agradecido al «Padre de las misericordias, por la vocación y elección, y por la vida evangélica de las hermanas de San Damián»; y es también la expresión de su legado: deja su gratitud a Dios y al padre San Francisco, su amor apasionado a Cristo pobre y a las hermanas de San Damián, su profunda fe y amor a la santa madre Iglesia. La Bendición, que es prácticamente un unicum en la historia del cristianismo al estar escrito por una mujer, recoge la bendición de la santa en su lecho de muerte a las hermanas de San Damián y a «todas las demás hermanas, presentes y futuras, que perseverarán hasta el fin en todos los demás monasterios» de su orden.

Su lucha por el seguimiento radical de la pobreza y humildad de Cristo fue tan ardiente e inquebrantable, que fácilmente lleva al observador superficial, a hacer de ella el centro polarizador y la clave única de comprensión de su experiencia humana y espiritual, y de su proyecto y forma de vida, en el que la pobreza-minoridad se integra, en equilibrio armónico e interdependencia, con la contemplación, la fraternidad y la misión-evangelización por el testimonio de vida y la acogida… Pobre y humilde, Clara es también, y de manera determinante, una mujer de intensa oración, oración contemplativa, oración de escucha de la Palabra de Dios… Clara es también una mujer de la penitencia, en un contexto en el que hay una verdadera cultura de la penitencia… Como verdadera seguidora de Francisco vive la verdadera alegría en medio de la pobreza, ambas dos de las grandes constantes de sus cartas a Inés de Praga: la alegría que brota de la identificación afectiva y efectiva con Cristo pobre y humilde en Belén y en la cruz, la alegría de las bienaventuranzas.

Julio Herranz, O.F.M.